viernes, 28 de diciembre de 2018

La cueva de la gringa; un cuento de Cuernavaca

Yo era pequeño, todavía no cumplía los diez años y me gustaba caminar por una calle empedrada por donde se llegaba al parque Chapultepec, en Cuernavaca. De día se podía transitar sin peligros, pero de noche era otro cantar; y más en la noche de año nuevo.
Yo tenía un amigo que tenía una imaginación desbordada, generalmente inventaba historias fantásticas y por eso en principio no creí esta historia. Les voy a contar lo que pasó y dependerá de ustedes si me creen o no.
Una tarde, mi amigo, mis hermanos y yo fuimos al parque Chapultepec. En aquellos años no se pagaba la entrada y podíamos disfrutar de sus atractivos sin gastar un solo centavo. Veíamos los monos araña, las guacamayas, los peces y remábamos en el lago que se encontraba al final de ese bello lugar. Corríamos por la calzada principal y a veces nos atrevíamos a caminar por la vía del pequeño ferrocarril, principal atractivo del parque, sin ninguna restricción. Eramos libres como el viento y emprendíamos cualquier aventura sin pensar en consecuencias.

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Aquella vez, ya de regreso a nuestros hogares, caminamos por la calle empedrada y nos atrevimos a entrar a una cueva que distaba a unos cuantos metros de nuestro trayecto. No era muy grande y su entrada era tan reducida que apenas cabían dos personas agachadas. Su interior podía albergar cuando mucho diez personas sentadas, pero tenía una segunda caverna todavía más chica donde solo cabía una persona. Lo interesante es que para ingresar había que arrastrarse  y para iluminarse había que encender una vela.
Mi amigo como les decía tenía mucha imaginación y nos contó que la cueva más grande durante la noche de año nuevo se convertía en una bella mansión que era habitada por una mujer rubia, de ahí que la conocíamos como la cueva de la gringa. La transformación se debía a que la mujer vivía sola y mediante fuerzas obscuras hacía bello el lugar, para atraer a jóvenes incautos y mantenerlos prisioneros por un año. Cumplido el plazo los dejaba ir, sin que recordaran nada, y atraía a otros con el mismo engaño.
Escuché el relato sin creerle, no obstante el 31 de diciembre dejé de ver a mi amigo y sospeché que quizá llevado por su curiosidad había tenido la tentación de entrar en aquella casona la noche de año nuevo.
Transcurrido un año volví a ver a mi amigo y efectivamente no recordaba nada de trescientos sesenta y cinco días anteriores, por lo que creí lo que nos contó acerca de la cueva. Pero qué había adentro de la mansión,  cómo se llamaba la mujer, qué podían hacer los jóvenes para recordar su permanencia en el lugar y que podía yo hacer para terminar con ese ciclo vicioso que le robaba un año de vida a los muchachos que tenían la mala suerte de pasar por ahí.
Pasaron ocho años y me convertí en joven. No olvidaba la cueva de la gringa y cada vez que iba a l Parque Chapultepec me preguntaba si me atrevería a visitar el lugar una noche de año nuevo y conocer a la famosa rubia.
Al finalizar el año me armé de valor y presuroso me encaminé a a cueva. Tenía un plan que consistía en escribir en mi diario lo que ocurría durante un año con la gringa y recordar lo sucedido para acabar con ese maleficio. Para lograrlo tenía que engañar a la mujer ocultando mi diario en una bolsa secreta que tenía en mi saco. No me fue fácil, la dama era muy astuta pero yo lo era más. Escribí en mi diario como era la casa, el nombre de la mujer y lo que pasaba cada día, oculto en la pequeña cueva que estaba en la parte de atrás de la casa y que la gringa no conocía.
Al año que salí de la casa, rápidamente empecé a leer mi diario y recordé todo lo que pasó adentro. Automáticamente el hechizo desapareció junto con la casa y la mujer.
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La casa estaba bellamente iluminada, tenía una entrada principal y una salida independiente que la conectaba con un jardín y muy al fondo había una pequeña cueva a la que nadie le hacía caso. Tenía una sala muy amplia que tenía un techo del que colgaba un candelabro. Constaba además de un comedor con sillas de oro y en la planta alta había dos recámaras, una ocupada por la anfitriona de la casa y la otra por su huésped. La mujer tenía un nombre extraño y escurridizo ya que cuando lo escribía tardaba segundos en desaparecer de mi diario por lo que no me acuerdo de él. No recuerdo su rostro porque no escribí como era su cara, pero debió haber sido muy bonita porque eso también explica que los jóvenes fueran atraídos para entrar a la cueva de la gringa.
Si me preguntan exactamente dónde está el lugar, lo puedo decir pero ya no tiene caso. Sobre la cueva se construyó una residencia que nada tiene que ver con la casa que menciono. Solamente me duele no haber pasado un año de vida con mi familia y no asistir a mi escuela.

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