¡Señora, señora, señora! , ¡ya no bañe a ese niño con agua fría, se va a enfermar! ¡Háganos caso, mejor dígale a ese hombre que saque a su familia de esa casa que es un horno! ¡Que renten en otro lado, mire, pueden ir a unas casas que alquilan en la colonia El Túnel, que no están tan baratas como aquí, lo que pasa es que la casa donde viven está techada con lámina de cartón y ni siquiera tiene ventanas! ¡Pero, háganos caso, por favor, no sea que un día de estos vaya a haber una desgracia y ese niño se vaya a morir!
Mi abuelita callaba. Había llegado del pueblo la noche anterior. Estaba cansada de tanto caminar. En la mañana cuando se despertó, inmediatamente agarró su enorme canasto lleno de quesos de aro y requesón en vuelto en hojas de maíz y se fue a tocar las puertas de las casas de la Avenida Ávila Camacho y por las vecindades cercanas al Panteón de la Leona. Se puso su reboso en la cabeza a manera de pequeño colchón, subió el canasto difícilmente sobre su cráneo y se echó a andar pidiéndole a Dios que le ayudara a vender rápidamente todo lo que traía del pueblo. Le había tocado la tanda de leche dos días antes y había juntado la suficiente con lo que hizo quesos y requesón, por lo tanto aunque había salado su producto era necesario entregarlo en las casas lo antes posible porque tenía que regresar a verme. Mi mamá tenía que salir al doctor y no había con quien dejarme. Estaba embarazada y no sabía en que condiciones de salud estaba el nuevo bebé. Aparte tenía que ir al hospital, luego presentarse a trabajar y después pasar por mis hermanos que se había llevado mi papá al trabajo.
Al mediodía, cuando mi abuelita llegó de vender los quesos y el requesón mi mamá me entregó con ella. Mi abuelita llegó y le dijo:
Ya llegué Nacha. Apurate no se te vaya a hacer tarde. Compré unas tortillas. Aunque sea con sal cometelas en el camino. No te preocupes por el chamaco. Al rato lo baño para que se le quite el calor.
Mi madre le contesto: tenga cuidado con el porque cuando se baña con agua fría le salen tremendas ronchas que parece que tiene sarampión.
No te preocupes Nacha ya vete yo me quedo con él, repuso mi Abuelita. Pero como hacía mucha calor y yo lloraba mucho no le quedó de otra que juntar agua en una tina y bañarme con agua fría.
Mi abuelita al ver la injusta situación en la que vivíamos se quedó a vivir quince días en la casa mientras mi papá conseguía un lugar mejor donde vivir. Inclusive como era una mujer de mucha voluntad preguntó y preguntó hasta que encontró las casas que le recomendaron las señoras que vivían en la vecindad.
A la vecindad de la colonia la Cordobesa se llegaba por la Avenida H. Preciado y antes de llegar al panteón se bajaba por una callejuela estrecha llena de tierra.Cuando llovía algunas personas que caminaban por allí resbalaban y podían caer por una ladera que desembocaba en la barranca de Analco. La vecindad tenía a lo sumo seis casas. La nuestra estaba en una esquina del predio y constaba de dos cuartos. En la recámara apenas cabían dos catres y en la cocina una pequeña estufa de petróleo y una mesa de madera con tres sillas. La entrada a la casa conectaba con la cocina y la recámara no tenía ventilación. Las paredes no estaban aplanadas, el tabique estaba muy desgastado por tantos hoyos que habían dejado los clavos de la infinidad de inquilinos que se habían arriesgado a vivir ahí. En las tardes la casa parecía un horno de pan y en las noches para poder dormir mi papá tenía que dejar la puerta abierta. Los moscos se daban un festín con nosotros y las moscas entraban a la casa sin invitación. No había de otra, había que cambiarse inmediatamente siguiendo el consejo de las vecinas.
Otro recuerdo que tengo bien presente es cuando vivíamos en la casa rentada de la Colonia El Túnel. A ella llegaba mi abuelita caminando de la terminal de autobuses de la Flecha Roja hasta la Gasolinería de la Esperanza. Yo veía a mi abuelita que venía bien cargada con sus quesos y requesón y me daba mucho gusto que llegara a vernos. Me traía cuajadas para que me las comiera con una tortillas que compraba en la Avenida Morelos cerca del mercado de la Carolina. No obstante, estas ocasiones en cuanto vendía lo que traía, se iba pronto al pueblo porque tenía sus vaquitas y unos marranitos y no había nadie quien les diera de comer.
A mi abuelita la recuerdo como una mujer fuerte, de tez morena porque el sol le pega a todo el día en el rostro cuando trabajaba en el campo. Se levantaba temprano, le daba de comer a sus animalitos, iba al resumidero por agua para tomar, hacia sus tortillas, se servía su café y se iba a sembrar maíz a su tlacolol. Ella era viuda y de carácter fuerte. Nunca la vi llorar y solo una vez la vi sonreír. Esa ocasión muchos años después sonrió cuando la llevé al rancho. Había estado con nosotros unos meses y añoraba el terruño. Fue tal la alegría que sintió que alegro mi corazón
Los ojos de mi abuelita eran negros, usaba unas largas trenzas, su frente tenía tantas arrugas y su cara tantos surcos que bien puedo decir que había arado tanto durante su vida que los frutos que cosechó podían llenar el universo.
Pero volvamos al relato. Mi abuelita ya no estaba tanto con nosotros. Una mañana mi papá salió a buscar trabajo y nos encargó con unas señoras que lavaban ropa en unos lavaderos de la casa de la Colonia del Túnel. Un señor llegó cerca de nosotros y para que nos entretuvieramos comiendo mi padre le compró unas gelatinas y nos las dio a mi hermano y a mi. Así como nos dejó sentados en un petate nos encontró varias horas después. Las señoras con las que nos encargó se fueron a continuar con sus actividades sin preocuparse de nosotros. Años después entendí porque mi padre dijo que nosotros eramos bien portados y nada chillones. Tal vez tenía razón pero si sufríamos. De eso me acuerdo muy bien.
Una ocasión mis padres se fueron a caballo a un poblado lejano. Nos habían llevado al pueblo de mi abuelita y como no había suficientes corceles nos dejaron en el calmil y esperamos durante muchas horas. Yo ese día estaba muy sentimental. Recuerdo a mi madre subirse al caballo, ponerse un sombrero amplio sobre su cabeza, colocarse un paliacate en el cuello y hundir las espuelas en la panza del caballo para que avanzará. Recuerdo su rostro, era bello como el cielo, su pelo caía hasta su cuello y llevaba una flor en su oreja izquierda. De recordarla me nace una nostalgia de la buena y todavía siento el dolor de su partida.
Esa mañana se fue con mi papá y regresaron entrada la tarde. Yo estuve al pendiente desde que se fueron hasta que llegaron y me alegre hasta lo más profundo de mi.
De la casa que rentamos en la colonia del Túnel nos fuimos a vivir a San Jerónimo. La casa era de una sola planta,tenia techo de loza, una terraza y ahora si tenía puertas y ventanas. Ahora si yo ya no sufría del calor, pero si del corazón. Cerca de la casa había una cruz de cantera. A un lado había un puesto de dulces que atendía una viejecita que vivía sola y que decían mis papás que tenía un hijo que era general del ejército. Yo pensaba que el militar siempre andaba en campaña porque nunca lo vi. Yo sentía tanta tristeza por esa señora que quería que nos la llevaramos a la casa para que la cuidaramos pero no se pudo. Mis papas solo se rieron de mis ideas porque no sabíamos cuidarnos nosotros ni mucho menos podíamos cuidar a alguien de edad avanzada.
Mis papás me decían :
Como crees que la señora va a querer vivir con nosotros. Va a creer que queremos que venga pero para que los cuide a ustedes. Y mi padre se rio de nuestras ocurrencias.
A esa señora le compré bombones una tarde con una moneda que recupere de mi hermana. Ella se trago la moneda de cinco centavos y yo espere como gavilán hasta que la arrojó en el baño. Con un palito de madera la descubrí de la caca y con unas pinzas la puse abajo de la llave de agua hasta que estuvo limpia para poder comprar con ella.
De San Jerónimo nos fuimos a vivir al callejón de Tlaltenango. Afuera de esta casa había árboles de jacaranda que daban una flor morada muy bonita. La barda antes de entrar a la casa era de piedra y la puerta era de madera tan dura que parecía hecha de piedra y lodo.
Allí en Tlaltenango mis papás se hicieron compadres de un señor que se llamaba Miguel. El era jardinero y cuidaba una quinta muy grande con muchos jardines y palmeras llenas de dátiles. Ese señor nos invitó un día a comer a la casa que cuidaba. Solo fuimos mis hermanos y yo, mis padres no quisieron ir porque su compadre era una persona muy pobre. El señor y su señora nos dieron de comer arroz y una pieza de pollo a casa uno de nosotros. Al terminar la comida todavía jugamos un rato y nos fuimos a nuestra casa. A la siguiente visita que hicimos a la quinta el señor ya no nos trató tan bien. Solo nos ofreció agua de tomar y a nosotros nos gustó mucho su detalle porque teníamos mucha sed. Sin embargo el compadre de mi papá en un rato de arrepentimiento se sinceró con nosotros. Nos dijo lo siguiente:
niños, disculpen pero estoy muy molesto con ustedes. La vez, pasada que vinieron a la casa, mi esposa y yo los invitamos a comer con muchos sacrificios. Nos duele mucho que no se hayan comido toda la comida.
Nosotros nos volteamos a ver pensando que el señor mentía porque como era mos muy glotones nos habíamos comido todo el arroz y el pollo. Sin embargo don Miguel prosiguió :
nos dolió que no se comieran los pellejos del pollo. Aquí en la casa hasta eso nos comemos porque hay días que no tenemos carne para comer y no somos desperdiciados.
Salimos de la casa del señor apenados y no hicimos ningún comentario hasta ahora que se los expongo. El señor nos veía privilegiados porque mi mamá tenía empleo fijo pero no sabía en las broncas que andábamos nosotros.
En esos años mi papá conoció a un señor que se llamaba Eliodoro. Fue su gran amigo y lo invitó a hacer y vender ceviche. Además vendían huevos de tortuga que a mi nunca me gustaron. Sin embargo, el negocio no fue tal porque fiaban el producto a los albañiles y nunca les pagaron.
En aquel tiempo mi papá era joven y muy alegre. Yo lo veía alto, delgado, de tez morena. Lo recuerdo en una fotografía que se tomó con un perro negro que le llamábamos el Galán. Al canino después de la foto ya no lo volví a ver. Seguramente se fue siguiendo a la gente que pasaba por el callejón.
En la vecindad de la casa de Tlaltenango vivía una familia que había llegado de Acapulco. Con el tiempo se hicieron amigos de mis padres y a nosotros nos trataban muy bien. Una hija de esos señores era tan morena que le decíamos La Llanta. Mi mamá le tenía tanta confianza que nos dejaba ir con ella a comprar paletas a San Jerónimo hasta que un día se le perdió el dinero que le dio a la muchacha y ya no nos dejó ir con ella.
jueves, 31 de enero de 2019
domingo, 13 de enero de 2019
"La China"
De todos los alumnos que atendí durante mi prolongada labor docente, sobresale un personaje intrépido que alcanza la cúspide de la mala conducta por su osadía, irreverencia, y falta de respeto. Ella era una niña de abierta y valiente actitud que ganó mi atención inmediata por su altanería y espíritu rebelde y que conoció su libertad antes que su verdad.
La inmensa mayoría de las personas logran la plenitud de sus vidas cuando descubren la verdad de su existencia al analizar los avatares de su evolución y muy pocos la obtienen sin dificultad por lo que sobresalen antes que otros. No obstante, aunque estos últimos están preparados para volar, algunas veces no escuchan las advertencias de sus mentores, vuelan demasiado alto y como le sucedió a Ícaro, el refulgente sol les ablanda la cera que mantiene adheridas las plumas a su cuerpo y caen al vacío inexorablemente. También como lo hizo Dédalo con Ícaro, me incumbe que esta niña exista en la posteridad.
"La China" fue mi alumna en el Cuarto grado de primaria en una escuela de organización incompleta en los años noventas. Las condiciones de la planta física de la escuela eran óptimas únicamente para los tres primeros grados. La escuela se construyó en varias etapas con el objetivo de desahogar la demanda escolar de una localidad. Primero se construyeron dos aulas y la dirección y la cooperativa escolar y después se fueron construyendo los siguientes salones mientras la demanda escolar crecía. Al construirse las primeras aulas se descuidó cercar su perímetro y aunado a que por los limites frontales pasaba un canal de agua en la temporada de lluvias se inundaba la escuela irremediablemente, además tenía un plaza cívica muy chica y conforme fue creciendo se agrandó lo que permitía realizar los honores a la bandera mucho mejor. Como la escuela era de reciente fundación quienes llegaron al cuarto año les tocó sufrir las incomodidades y recibieron clases en un pequeño cuartito que fungía previamente como cooperativa escolar. En el aula donde le di clases a esta niña estábamos tan apretujados que cuando alguien quería ir al baño todos nos teníamos que hacer a un lado para que pudiera salir. Yo tenía como silla un bote de pintura que donaron para embellecer la escuela y como escritorio una mesita de madera sin pintar donde cabían cuando mucho tres cuadernos profesionales. A mi lado había 8 butacas sin espacio suficiente para que pasaran los niños y cuando alguien salía se hacía el desorden. En esas condiciones se dio mi trato con "La China" y la recuerdo con mucho cariño porque me hizo ver mi suerte y a sus compañeros, pero creo que más a ellos por lo que les contaré a continuación.
"La China" fue mi alumna en el Cuarto grado de primaria en una escuela de organización incompleta en los años noventas. Las condiciones de la planta física de la escuela eran óptimas únicamente para los tres primeros grados. La escuela se construyó en varias etapas con el objetivo de desahogar la demanda escolar de una localidad. Primero se construyeron dos aulas y la dirección y la cooperativa escolar y después se fueron construyendo los siguientes salones mientras la demanda escolar crecía. Al construirse las primeras aulas se descuidó cercar su perímetro y aunado a que por los limites frontales pasaba un canal de agua en la temporada de lluvias se inundaba la escuela irremediablemente, además tenía un plaza cívica muy chica y conforme fue creciendo se agrandó lo que permitía realizar los honores a la bandera mucho mejor. Como la escuela era de reciente fundación quienes llegaron al cuarto año les tocó sufrir las incomodidades y recibieron clases en un pequeño cuartito que fungía previamente como cooperativa escolar. En el aula donde le di clases a esta niña estábamos tan apretujados que cuando alguien quería ir al baño todos nos teníamos que hacer a un lado para que pudiera salir. Yo tenía como silla un bote de pintura que donaron para embellecer la escuela y como escritorio una mesita de madera sin pintar donde cabían cuando mucho tres cuadernos profesionales. A mi lado había 8 butacas sin espacio suficiente para que pasaran los niños y cuando alguien salía se hacía el desorden. En esas condiciones se dio mi trato con "La China" y la recuerdo con mucho cariño porque me hizo ver mi suerte y a sus compañeros, pero creo que más a ellos por lo que les contaré a continuación.
Cuando "La China " se dirigía a mi esposa, que trabajaba en la misma escuela que yo, le decía textualmente: oiga maestra porqué se casó con un hombre tan feo", mi esposa se sonreía y me decía: "Ya viste, hasta ella se dio cuenta" y nos reíamos los dos. Ella porque de alguna manera le parecía simpático que una niña tuviera tan buen humor, trabajando en aquellas condiciones, hacinados en un salón tan pequeño, y yo porque siempre he pensado que el hombre es como el oso, entre más feo más hermoso y también no me quedaba de otra porque la niña decía relativamente la verdad. Le di el beneficio de la duda porque no competiré nunca con el joven Narciso de la mitología griega. Aquél era un joven de apariencia hermosa y llamativa y por lo mismo las doncellas se enamoraban de él y yo no le llegaba ni a los talones.
A ella la trataba bien porque estaba consciente de que era una niña maltratada por la vida y su familia era disfuncional: su papá no vivía con ella y su mamá trabajaba todo el día, aunque esta no era justificación para que actuara de esa manera. Su hermana menor que también asistía a la misma escuela era la antítesis de "La China" porque era una niña bien portada, respetuosa y obediente. Otra circunstancia importante estribaba en las malas condiciones en que convivíamos en el salón de clase y en que tenía pocos alumnos. Intenté convencer a "La China" que su conducta antisocial no era compatible con la convivencia pacífica y no me hacía caso. Hablé con su mamá y no logré ningún avance. En esas circunstancias tan complicadas trabajé con "La China" y aún así fui tolerante con ella. Pero como dice el dicho" El cordón se rompe por lo más delgado" y así sucedió desgraciadamente.
Fueron tantas las veces que "La China" se atrevió a tratarme de ese modo que ya no aguanté más y un día me sinceré con ella. Le dije con amabilidad y cortesía: mira China si realmente crees que estoy tan feo te propongo que los dos nos miremos a un espejo. Si yo soy el más feo dejo de ser tu maestro y si tu eres la más fea, al menos ya no me critiques, por favor. Y qué creen, la incorregible China no aceptó mi propuesta. Pero cómo era "la China" y por qué les digo que casi nos midió a todos con el mismo rasero.
"La China" tenía once años aproximadamente. Había perdido un año de la primaria porque la habían expulsado a medio año en otra escuela por mala conducta. No era agraciada físicamente, tenía desordenados los chinos en la cabeza, ojos pequeños, boca grande, pocas pestañas, pocas cejas y muchísimas ganas de molestar a quien tuviera enfrente.
"La China" posiblemente estaba inconforme con su apariencia física y con su vida familiar y creo que por eso se ensañaba conmigo y con sus compañeros. Una mañana llegó al clímax de sus insultos y sacó de sus casillas a una de sus compañeras. Estábamos trabajando en el salón. Yo revisaba unos trabajos y a "La China" se le ocurrió molestar a una de sus compañeras. Le dijo: Fulana de tal ch.... tu m.... Yo escuché y tratándola con educación le dije: China siéntate en tu lugar. La China no me obedeció y continuó diciéndole a su compañerita: ch... tu m... La destinataria de las groserías le contestó enojada:" mira China si me vuelves a repetir lo mismo no respondo".
"La China" no creyó en la advertencia de su compañera y en un momento de verdadera ofuscación su contrincante no aguantó más y se abalanzó sobre ella. Sus compañeros no hicieron ningún intento por defenderla y yo, lo digo apenado, me sumé a la mayoría. "La China" dijo: "maestro, maestro" pensando que la iba a defender pero no tuvo respuesta mía. Su compañerita se cobró los insultos de "La China" y los que nos hizo a los otros niños y a mi.
Ese día, después de la tunda que le dieron a "La China" se dirigió a mi respetuosamente y me dijo: "maestro, ¿ me da permiso de irme a mi casa? Mi mamá me dijo que le pidiera permiso por que tenemos que ir a un mandado". No le creí a la niña y sin embargo le dije: si China, claro que si, te vas con cuidado. Entonces "La China" se fue a su casa y los alumnos y yo continuamos trabajando normalmente.
Ese año lo terminó "La China" en la escuela sin incurrir en faltas de conducta. Es más nació en ella un comportamiento amable que equidistaba con su comportamiento anterior. Había volado demasiado alto, quemó sus alas, cayó al vacío y aprendió en la escuela lo que regularme no se enseña en ella. Al siguiente ciclo escolar ya no se presentó en la escuela y no supe más de ella. La recuerdo entrañablemente porque ha sido la única persona con el valor civil de decirme mi precio y la persona más sincera del mundo que públicamente se ha atrevido a decir que estoy feo. No la culpo, el culpable seguramente soy yo y le agradezco que haya contribuido con su expresión al logro de mi libertad.
Compañera de "La China" fue Verónica, pero todos en la escuela le decían "La Vero". Ella tenía más edad que aquélla. "La Vero" tenía una problemática que se generó en aquellos años de intolerancia e ignorancia. Era Testigo de Jehová y como en su secta les prohibían saludar a la bandera la habían expulsado de muchas escuelas. En ese entonces tenía trece años, era alegre, confianzuda y muy buena persona. A raíz de que "La China" moderó su conducta se llevaban muy bien y me preguntaban cosas que se veían en los contenidos de Ciencias Naturales de Sexto Grado. A 'La Vero" le interesaba saber como nacían los niños y buscaba bibliografía que la sacara de dudas. Estaba iniciando la adolescencia y lo relacionado con la sexualidad le llamaba la atención. Un día sacó de la biblioteca escolar un libro donde se ilustraba un parto natural y no tardó mucho en hacerme preguntas sobre el tema. Me dijo" Maestro, cómo nacen los niños". Yo le contesté: Ya te enteraste en el libro y la explicación detallada está en sus páginas. Pero quería ponerme a prueba haciéndome preguntas incómodas. Su papá era una persona muy seria y su mamá también y siempre me querían convencer con palabras de la Biblia. Me citaban pasajes del libro de libros y me querían aleccionar para que estuviera de acuerdo con su manera de pensar. Yo les decía que creía en Dios y que no tenía problema con ellos. Sin embargo, "La Vero" quería meterme en problemas y evidenciarme con sus padres con alguna respuesta mal fundamentada, pero no le di gusto. Una ocasión me preguntó: "maestro cómo se dio cuenta el doctor que usted era niño cuando nació" yo le contesté: Mira, Vero, en primer lugar yo no nací en un hospital por lo que no tuve contacto con un doctor al momento de mi nacimiento. Quien le ayudó a mi mamá a que naciera fue una partera y se dio cuenta que yo era niño porque nací muy lloroncito. "La Vero" se sonrió y ya nunca me preguntó sobre el tema.
En el año dos mil ocho fui maestro en el tercer grado de una niña inquieta, inteligente pero muy metiche, que se quería enterar de todo lo que pasaba en el salón de clase. Quería saber qué calificaciones sacaban sus compañeros, si estaban bien evaluados y si el criterio para calificarlos era imparcial; en fin había que tener cuidado con ella porque lo informaba de todos los pormenores dentro del aula. La niña se llamaba Camila y vivía a un costado de la escuela. Su mamá hacía los desayunos para los maestros por lo que tuve oportunidad de tratarla como comerciante y como madre de familia. Me enteré por esos motivos que Camila era la menor de las hijas y que era la encargada de cobrar los desayunos, de hacerle las cuentas a su mamá y prácticamente llevaba al corriente las finanzas de la familia. Como verán era una niña avezada que estaba al pendiente de todo y que por lo mismo creía que tenía el derecho de entrometerse aunque sea de refilón en los asuntos escolares.
Cuando en la clases yo evaluaba la lectura de sus compañeros ella tenía presentes los criterios de evaluación y cuando yo iba a estampar la calificación en mi registro decía en voz alta: "Fulano de tal tiene diez o nueve u ocho según correspondía.
En el año dos mil nueve ya no fui maestro de Camila porque me cambié de escuela. La recuerdo mucho porque estuvo al pendiente de mi labor y pienso que lo hacía porque quería ayudarme igual que a su mamá.
Compañera de "La China" fue Verónica, pero todos en la escuela le decían "La Vero". Ella tenía más edad que aquélla. "La Vero" tenía una problemática que se generó en aquellos años de intolerancia e ignorancia. Era Testigo de Jehová y como en su secta les prohibían saludar a la bandera la habían expulsado de muchas escuelas. En ese entonces tenía trece años, era alegre, confianzuda y muy buena persona. A raíz de que "La China" moderó su conducta se llevaban muy bien y me preguntaban cosas que se veían en los contenidos de Ciencias Naturales de Sexto Grado. A 'La Vero" le interesaba saber como nacían los niños y buscaba bibliografía que la sacara de dudas. Estaba iniciando la adolescencia y lo relacionado con la sexualidad le llamaba la atención. Un día sacó de la biblioteca escolar un libro donde se ilustraba un parto natural y no tardó mucho en hacerme preguntas sobre el tema. Me dijo" Maestro, cómo nacen los niños". Yo le contesté: Ya te enteraste en el libro y la explicación detallada está en sus páginas. Pero quería ponerme a prueba haciéndome preguntas incómodas. Su papá era una persona muy seria y su mamá también y siempre me querían convencer con palabras de la Biblia. Me citaban pasajes del libro de libros y me querían aleccionar para que estuviera de acuerdo con su manera de pensar. Yo les decía que creía en Dios y que no tenía problema con ellos. Sin embargo, "La Vero" quería meterme en problemas y evidenciarme con sus padres con alguna respuesta mal fundamentada, pero no le di gusto. Una ocasión me preguntó: "maestro cómo se dio cuenta el doctor que usted era niño cuando nació" yo le contesté: Mira, Vero, en primer lugar yo no nací en un hospital por lo que no tuve contacto con un doctor al momento de mi nacimiento. Quien le ayudó a mi mamá a que naciera fue una partera y se dio cuenta que yo era niño porque nací muy lloroncito. "La Vero" se sonrió y ya nunca me preguntó sobre el tema.
En el año dos mil ocho fui maestro en el tercer grado de una niña inquieta, inteligente pero muy metiche, que se quería enterar de todo lo que pasaba en el salón de clase. Quería saber qué calificaciones sacaban sus compañeros, si estaban bien evaluados y si el criterio para calificarlos era imparcial; en fin había que tener cuidado con ella porque lo informaba de todos los pormenores dentro del aula. La niña se llamaba Camila y vivía a un costado de la escuela. Su mamá hacía los desayunos para los maestros por lo que tuve oportunidad de tratarla como comerciante y como madre de familia. Me enteré por esos motivos que Camila era la menor de las hijas y que era la encargada de cobrar los desayunos, de hacerle las cuentas a su mamá y prácticamente llevaba al corriente las finanzas de la familia. Como verán era una niña avezada que estaba al pendiente de todo y que por lo mismo creía que tenía el derecho de entrometerse aunque sea de refilón en los asuntos escolares.
Cuando en la clases yo evaluaba la lectura de sus compañeros ella tenía presentes los criterios de evaluación y cuando yo iba a estampar la calificación en mi registro decía en voz alta: "Fulano de tal tiene diez o nueve u ocho según correspondía.
En el año dos mil nueve ya no fui maestro de Camila porque me cambié de escuela. La recuerdo mucho porque estuvo al pendiente de mi labor y pienso que lo hacía porque quería ayudarme igual que a su mamá.
martes, 8 de enero de 2019
Marinero en tierra
De joven navegué en aguas tranquilas y diáfanas y después sobreviví a la tempestad en alta mar porqué arrié e icé velas y di vuelta al timón cuando fue necesario. Las aguas tranquilas fueron mi época áurea de estudiante y la alta mar las vicisitudes que viví en mi sin igual labor docente. En palabras de Juan Manuel Serrat, puedo decir respecto a mi andar en el magisterio que "Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar... Al andar se hace el camino y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca, se ha de volver a pasar...Caminante no hay camino sino estelas en la mar..."
Estudié en una escuela que me formó con la mística de servir a la comunidad y todo fue miel sobre hojuelas, hasta que salí de ella y entré al servicio profesional donde me enfrenté a problemas externos, internos y otros tantos que se me aparejaron. Vayamos por partes.
Estudié para maestro en un plantel céntrico al que se llegaba como a Roma por todos los caminos. No se construyó ex profeso para ese propósito pero funcionaba muy bien. Estaba en una avenida principal, en el centro de la ciudad y la más importante de aquella época en Cuernavaca. La entrada era amplia y la planta baja tenía un patio principal, rodeado por una fuente, y circundado por amplias estancias transformadas en salones de clases que albergaban cuando menos a sesenta alumnos cada una. Igualmente, abajo había una biblioteca y una dirección escolar que atendía un estupendo director. A la planta alta se subía por unas escaleras que permitían el tránsito de alumnos sin ninguna dificultad y también a su alrededor tenía un pasillo iluminado por la luz del sol que los alumnos utilizaban para caminar, platicar y para llegar a sus aulas. El ambiente escolar irradiaba tranquilidad, favorecía la camaradería y la buena vecindad porque los salones tenían amplias ventanas desde donde se dominaba el paso de estudiantes de otros grupos. Los maestros en su mayoría jóvenes trabajaban como en familia porque eran entre ellos compadres, hermanos, amigos y nos contagiaban su amistad. Como estudié en un ambiente armónico, seguro y de cara amable me acostumbré a la paz, a la alegría y a la completa calma y no vi los negros nubarrones en el horizonte que presagiaban tormenta.
En la normal para maestros me inculcaron el servicio a la comunidad y un espíritu de total responsabilidad. Naturalmente que estaba muy jovencito cuando me titulé e ingresé al mundo del magisterio. Mis armas eran mi convicción de aportarle al país mi esfuerzo y dedicación incondicional. Pero las aguas del magisterio no son fáciles de surcar, aunque parezca todo lo contrario, es un océano muy grande y profundo, de aguas voluptuosas, donde te puedes ahogar o perderte si careces de la inteligencia y de la sabiduría para navegar durante toda una vida.
El primer año de servicio lo presté en un pequeño pueblo rodeado de cerros que en verano eran de color verde, por que la época de lluvias lo volvía a la vida, y café durante el invierno. Lo recuerdo bien porque para llegar tenía que atravesar un riachuelo, como diez veces, porque la vereda pasaba por una barranca poblada de iguanas y de árboles que cobijaban halcones, águilas y hasta zopilotes que bajaban a ras de suelo a comerse la carroña.
De la parada del autobús hasta el poblado había que caminar como cinco kilómetros acompañado en solitario por la exuberante naturaleza. Mucho antes había que recorrer en camión dos horas en un camino de terracería que era polvoriento durante el hestío y fangoso en el temporal. En las lluvias el trayecto de dos horas se prolongaba hasta cinco terribles horas. Lo digo porque una vez me dieron un raid y viajé atrás del camión de refrescos agarrado de un tubo colocado para que se sujetaran los macheteros y me produjo tal cansancio que cuando llegué a mi casa me di un baño y me dormí más de diez horas.
En temporada de secas el recorrido del último tramo hacia el poblado donde estaba la escuela se podía hacer a pie, a caballo, en camioneta o en moto y en la de lluvias solamente caminando o en bestias de carga porque el nivel del agua del río impedía hacerlo en vehículos. La primera vez que visité el lugar pensé: por aquí no pasó dios. Esto lo dije con sinceridad porque mi destino era muy apartado y cuando lo recorrías solo te acompañaba el ruido del agua, el del viento al mover las copas de los árboles y el de las aves que te miraban desde lo alto extrañados de que caminaras solo en la barranca. Una vez que me refrescaba en el río vi algo maravilloso que me dejó atónito. Era un hermoso gato montés que fortuitamente me observaba a lo lejos y que se alejó huyendo cuando se supo descubierto.Ya estando en el poblado la cosa variaba un poco. La gente había hecho sus casas en las dos orillas del río y como el asentamiento humano era de muy poca densidad parecía que a primera vista no estaba habitado pero gritando hacia las apartadas casas la gente se asomaba sonriente a recibirte. Les daba alegría que los visitaran y les expresaras el motivo de tu presencia porque querían enterarse que te llevaba a ese lugar apartado del mundo.
Aquella ocasión me presenté con el ayudante municipal a quien le di a conocer que trabajaría en su comunidad durante un año. Me dijo que el director de la escuela también se había presentado con él y que se había retirado a la cabecera del municipio a entrevistarse con el supervisor escolar. Dicho lo anterior me despedí de la autoridad del pueblo y regresé a mi casa un poco triste porque me imaginaba que mi lugar de trabajo no iba a ser atractivo para mis veintiún años.
Me equivoqué un poco. Después de clases y de ir a comer a una casa que me brindaban los alimentos, recorría los límites del poblado conociendo sus bondades y problemáticas y principalmente platiqué con su gente que me informó que prácticamente todos los habitantes eran familiares.
No había diversiones en aquel rancho ni televisiones porque no llegaba la señal de los canales nacionales. Solo llegaba la señal del radio y pude enterarme una noche que habían asesinado a John Lennon. Me dio mucha tristeza saber de su magnicidio y llegó inevitablemente a mi memoria su canción que decía así: " Imagine there´s no countries, It ins´t hard to do, nothing to kill or die for, and no religion, too" Cómo imaginar que lo iban a matar.
Una ocasión me reuní con un grupo de maestros en horario inhábil porque nos costaba trabajo juntarnos por lo distante de nuestras fuentes de empleo. Era de madrugada y no tuve empacho en salir a la calle porque sentía que me comía al mundo y no existían para mi los peligros. De los asuntos que tratamos no me acuerdo, de quienes estuvieron conmigo tampoco, pero la circunstancia la tengo muy presente en mi mente porque arriesgué mi vida innecesariamente. No vi los nubarrones en el horizonte y cuando sobrevino la tempestad di un golpe de timón, icé las velas para utilizar el viento a mi favor y me salvé de milagro.
Aquella ocasión subí a mi automóvil, lo arranqué y emprendí el regreso a mi casa como a las dos de la mañana. Tenía dos opciones: el camino corto que era casi intransitable, por los baches que tenía la carretera y el tramo largo, que era más seguro para conducir, lo que hizo que me decidiera por el segundo. Salí de la población, avancé más o menos como un kilómetro, ví a unos hombres armados que se bajaron de un auto quienes me hicieron señales para que me detuviera y no les hice caso porque pensé que de hacerlo corría peligro mi vida. Aquel tiempo la región era virulenta y no me quise arriesgar, razón por la que aceleré mi automóvil para alejarme de ellos y me persiguieron como cuando un pez grande quiere comerse a un pez chico. Adelante había una desviación que conducía a la inexorablemente a la perdición, porque era territorio de nadie, y otra avenida que llevaba a otra ciudad que pensé sería mi refugio de la tempestad que se me avecinó. Sin embargo me equivoqué porque no había patrullas de policía, en las calles no había ningún alma, la gente dormía en sus casas y no había nadie a quien pedir ayuda. Huí por avenidas, doblé en esquinas y recorrí el mismo trayecto dos veces y mis perseguidores no cejaban en su empeño de atraparme. Pedí en esos momentos a Dios que me protegiera y me iluminó. Regresé a más alta velocidad a mi punto de partida sin importarme las condiciones de la carretera ni los camellones muy altos que respetaba en condiciones normales. Cuando llegué nuevamente a la escuela de donde salí, detuve el coche y la adrenalina que traía me impulsó a trepar el portón cerrado de la institución y salvaguardé mi vida mientras escuchaba a los forajidos pasar a gran velocidad frente al acceso. Ese golpe de timón que di a mi barca felizmente me salvó de un naufragio y de perecer en las turbulentas aguas de aquel tiempo.
Ya con más experiencia enfrenté problemáticas que pasan en todos lados y las resolví de manera particular pensando en protegerme cuidando de no afectar a nadie. Una vez unos padres de familia de la escuela donde trabajaba, que estaban muy relacionados con algunos maestros que llegaron a trabajar antes que yo y que estaban bajo mi dirección y mi mando, se amotinaron y pretendieron que el barco se fuera a pique y nombraran a un capitán afín a ellos. Evalué la situación rápidamente, arrojé lastres muy importantes al mar y los marineros volvieron a acatar mis órdenes sin que hubiera castigo a los sublevados ni cambio de mando. Cómo lo hice, se los voy a platicar.
Los antiguos maestros de ese institución estaban inconformes con mi arribo a la dirección escolar porque se creían con derechos de ocupar mi lugar. El líder de ellos convenció, con su carisma, a algunos padres de familia que alborotaron, sin fundamento, a la gran mayoría para hicieran camorra y justificar mi salida. El plan consistía en reunir a los padres de familia en la puerta de la entrada, retenerlos para que se hicieran más, reclamarme sobre asuntos internos que no habían resuelto mis antecesores, que los escuchara mi almirante y me cambiara éste de lugar por necesidades del servicio. Habiendo evaluado la situación me valí de unas mochilas que había enviado el ayuntamiento para los niños y con ellas y mucha amabilidad disolví el motín. Los padres de familia enviaron cortésmente a uno de ellos diciéndome: quiere que resolvamos los asuntos afuera o adentro de la escuela. Elegí que adentro de la escuela, pero que antes de empezar la reunión, aprovechando la circunstancia, les entregaría las mochilas porque sabía que muchos padres de familia tenían que ir a trabajar y no quería incomodarlos entregando las mochilas después de arreglar los asuntos escolares. La mayoría de padres de familia al ver mi actitud, cambiaron de parecer y se retiraron conforme les entregaba las mochilas dejando a los líderes para que arreglaran los asuntos conmigo. Para no hacerla tan larga quedaron solo dos de los líderes quienes viendo que ya no había nada que hacer, se retiraron no sin antes pedirme disculpas por su ofuscación. Entonces volteé a ver a los maestros instigadores que veían desde sus ventanas y con la mano en la frente los saludé a lo lejos y los invité a trabajar. Desgraciadamente hubo más amotinamientos que resolví con éxito. Lo que hice, con todo respeto, fue jalar a los padres de familia a mi lado invitándolos a que hicieran gestiones conmigo. Al principio se resistieron a ayudarme por fidelidad a los maestros de sus hijos pero finalmente cayeron en cuenta que quería lo mejor para su escuela. En ese plantel me dijo un día el supervisor escolar: tenías el problema muy fuerte, no sé como lo hiciste, no me explico como lo resolviste y te felicito.
En otras instituciones me tocó lidiar con profesores que quisieron quitarme el mando aprovechando la buena fe de los padres de familia. Con esto no quiero decir que haya malos maestros en las escuelas, entiendo que son líderes naturales, que son el motor de la comunidad y digo respetuosamente que tienen también buena fe sólo que no seguían los canales adecuados.
En otro de aquellos casos participó un maestro que tenía mucha ascendencia con sus padres de familia y me los quería echar encima. Me di cuenta una tarde que llegué a la escuela. Debo decirles que así como los padres conocen a sus hijos, yo conocía a mis maestros muy bien. Con solo verlos me percataba cuales eran sus intenciones y el secreto estaba en su comportamiento natural. Cuando se dirigían a mi con mucha amabilidad ya las cosas estaban mal. Cuando se dirigían de manera normal no había problemas, pero cuando se ocultaban de mi vista prácticamente tenía la tempestad encima. Continúo. Esa tarde el mencionado maestro platicaba con un padre de familia en la puerta de entrada de su salón y al verme pretendió ocultarse, pero como yo no sabía de que hablaban empecé a izar las velas del barco. El viento fuerte llegó una hora después cuando ví a representantes de los padres de familia que querían hablar conmigo. Les puse mucha atención y les pedí de favor que regresaran por la respuesta un día después. Nunca llegaron porque mandé traer al maestro, le hablé enérgicamente y lo emplacé a que si los padres de familia llegaban al día siguiente daría parte a mis superiores y lo haría responsable por causar problemas en la nave.
La mística de servicio siempre la tuve y también pedí ayuda a los padres de familia porque sin ellos las escuelas no caminan, son como las velas y los remos de los barcos que nos llevan en el mar. Un año no me enviaron a maestros a la escuela. Atendía cuatro grupos y esforzaba tanto como podía. Al salir de clases llegaba a mi domicilio extenuado al haber atendido a más de cien niños y no tuve más alternativa que solicitar más maestros de grupo. Y que creen que pasó. Me enviaron a un director para que hiciera la labor administrativa y a mi me seguían confiando la educación de los niños. Lo supe cuando llegó el nuevo director quien se adelantó a los formalismos y me enseñó su oficio de comisión. Ese día me habían citado a una reunión de la zona escolar y lo invité a que asistiéramos a la supervisión escolar y de algún modo resolviéramos el asunto. Pedí ayuda a mis compañeros directores y sólo uno me apoyó pidiéndole al nuevo director que se esperara hasta el lunes para que yo tuviera tiempo y hablara con quienes le dieron las órdenes para sustituirme. Era jueves, sin embargo el viernes el nuevo director llegó a las siete de la mañana a la escuela a tomar posesión pero yo llegué al diez para las siete.
Esos diez minutos de ventaja los aproveché al máximo para pedirle a un padre de familia, que llegaba muy temprano, que me apoyara permaneciendo un rato en la entrada de la escuela mientras inventaba algo que me ayudara a regresar al nuevo director. La idea llegó a mi cabeza y cuando mi adversario llegó le dije: maestro, no me crea, al señor que está en la puerta de la escuela no lo conozco, lo mandaron los padres de familia a impedirle tome posesión, le sugiero avise a la supervisión, yo solo cumplo con avisarle. Al escuchar mis palabras el nuevo director regresó por donde venía y obtuve dos horas de tiempo para reunir a los padres de familia, darles a conocer mi situación y ganar su ayuda.
La participación de los padres de familia fue trascendental, al ver las autoridades su determinación enviaron a más maestros a ayudarme a sacar el barco adelante. No me siento mal porque cumplí con los objetivos de engrandecer la escuela y de continuar como director y porque no le mentí a aquél maestro al decirle la verdad de que no me creyera, lo demás él se lo imaginó.
Mi trabajo en el magisterio duró muchos años. Tuve la fortuna de subirme a un barco, navegué en un océano y felizmente toqué puerto. Gracias a la vida que me dio la oportunidad de ser marinero, de haber surcado el mar y de tocar tierra y vuelvo a reiterar como Mercedes Sosa: "Gracias a la vida que me ha dado tanto. Me ha dado la marcha de mis pies cansados; con ellos anduve ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos, y la casa tuya, tu calle y tu patio".
Estudié en una escuela que me formó con la mística de servir a la comunidad y todo fue miel sobre hojuelas, hasta que salí de ella y entré al servicio profesional donde me enfrenté a problemas externos, internos y otros tantos que se me aparejaron. Vayamos por partes.
Estudié para maestro en un plantel céntrico al que se llegaba como a Roma por todos los caminos. No se construyó ex profeso para ese propósito pero funcionaba muy bien. Estaba en una avenida principal, en el centro de la ciudad y la más importante de aquella época en Cuernavaca. La entrada era amplia y la planta baja tenía un patio principal, rodeado por una fuente, y circundado por amplias estancias transformadas en salones de clases que albergaban cuando menos a sesenta alumnos cada una. Igualmente, abajo había una biblioteca y una dirección escolar que atendía un estupendo director. A la planta alta se subía por unas escaleras que permitían el tránsito de alumnos sin ninguna dificultad y también a su alrededor tenía un pasillo iluminado por la luz del sol que los alumnos utilizaban para caminar, platicar y para llegar a sus aulas. El ambiente escolar irradiaba tranquilidad, favorecía la camaradería y la buena vecindad porque los salones tenían amplias ventanas desde donde se dominaba el paso de estudiantes de otros grupos. Los maestros en su mayoría jóvenes trabajaban como en familia porque eran entre ellos compadres, hermanos, amigos y nos contagiaban su amistad. Como estudié en un ambiente armónico, seguro y de cara amable me acostumbré a la paz, a la alegría y a la completa calma y no vi los negros nubarrones en el horizonte que presagiaban tormenta.
En la normal para maestros me inculcaron el servicio a la comunidad y un espíritu de total responsabilidad. Naturalmente que estaba muy jovencito cuando me titulé e ingresé al mundo del magisterio. Mis armas eran mi convicción de aportarle al país mi esfuerzo y dedicación incondicional. Pero las aguas del magisterio no son fáciles de surcar, aunque parezca todo lo contrario, es un océano muy grande y profundo, de aguas voluptuosas, donde te puedes ahogar o perderte si careces de la inteligencia y de la sabiduría para navegar durante toda una vida.
El primer año de servicio lo presté en un pequeño pueblo rodeado de cerros que en verano eran de color verde, por que la época de lluvias lo volvía a la vida, y café durante el invierno. Lo recuerdo bien porque para llegar tenía que atravesar un riachuelo, como diez veces, porque la vereda pasaba por una barranca poblada de iguanas y de árboles que cobijaban halcones, águilas y hasta zopilotes que bajaban a ras de suelo a comerse la carroña.
De la parada del autobús hasta el poblado había que caminar como cinco kilómetros acompañado en solitario por la exuberante naturaleza. Mucho antes había que recorrer en camión dos horas en un camino de terracería que era polvoriento durante el hestío y fangoso en el temporal. En las lluvias el trayecto de dos horas se prolongaba hasta cinco terribles horas. Lo digo porque una vez me dieron un raid y viajé atrás del camión de refrescos agarrado de un tubo colocado para que se sujetaran los macheteros y me produjo tal cansancio que cuando llegué a mi casa me di un baño y me dormí más de diez horas.
En temporada de secas el recorrido del último tramo hacia el poblado donde estaba la escuela se podía hacer a pie, a caballo, en camioneta o en moto y en la de lluvias solamente caminando o en bestias de carga porque el nivel del agua del río impedía hacerlo en vehículos. La primera vez que visité el lugar pensé: por aquí no pasó dios. Esto lo dije con sinceridad porque mi destino era muy apartado y cuando lo recorrías solo te acompañaba el ruido del agua, el del viento al mover las copas de los árboles y el de las aves que te miraban desde lo alto extrañados de que caminaras solo en la barranca. Una vez que me refrescaba en el río vi algo maravilloso que me dejó atónito. Era un hermoso gato montés que fortuitamente me observaba a lo lejos y que se alejó huyendo cuando se supo descubierto.Ya estando en el poblado la cosa variaba un poco. La gente había hecho sus casas en las dos orillas del río y como el asentamiento humano era de muy poca densidad parecía que a primera vista no estaba habitado pero gritando hacia las apartadas casas la gente se asomaba sonriente a recibirte. Les daba alegría que los visitaran y les expresaras el motivo de tu presencia porque querían enterarse que te llevaba a ese lugar apartado del mundo.
Aquella ocasión me presenté con el ayudante municipal a quien le di a conocer que trabajaría en su comunidad durante un año. Me dijo que el director de la escuela también se había presentado con él y que se había retirado a la cabecera del municipio a entrevistarse con el supervisor escolar. Dicho lo anterior me despedí de la autoridad del pueblo y regresé a mi casa un poco triste porque me imaginaba que mi lugar de trabajo no iba a ser atractivo para mis veintiún años.
Me equivoqué un poco. Después de clases y de ir a comer a una casa que me brindaban los alimentos, recorría los límites del poblado conociendo sus bondades y problemáticas y principalmente platiqué con su gente que me informó que prácticamente todos los habitantes eran familiares.
No había diversiones en aquel rancho ni televisiones porque no llegaba la señal de los canales nacionales. Solo llegaba la señal del radio y pude enterarme una noche que habían asesinado a John Lennon. Me dio mucha tristeza saber de su magnicidio y llegó inevitablemente a mi memoria su canción que decía así: " Imagine there´s no countries, It ins´t hard to do, nothing to kill or die for, and no religion, too" Cómo imaginar que lo iban a matar.
Una ocasión me reuní con un grupo de maestros en horario inhábil porque nos costaba trabajo juntarnos por lo distante de nuestras fuentes de empleo. Era de madrugada y no tuve empacho en salir a la calle porque sentía que me comía al mundo y no existían para mi los peligros. De los asuntos que tratamos no me acuerdo, de quienes estuvieron conmigo tampoco, pero la circunstancia la tengo muy presente en mi mente porque arriesgué mi vida innecesariamente. No vi los nubarrones en el horizonte y cuando sobrevino la tempestad di un golpe de timón, icé las velas para utilizar el viento a mi favor y me salvé de milagro.
Aquella ocasión subí a mi automóvil, lo arranqué y emprendí el regreso a mi casa como a las dos de la mañana. Tenía dos opciones: el camino corto que era casi intransitable, por los baches que tenía la carretera y el tramo largo, que era más seguro para conducir, lo que hizo que me decidiera por el segundo. Salí de la población, avancé más o menos como un kilómetro, ví a unos hombres armados que se bajaron de un auto quienes me hicieron señales para que me detuviera y no les hice caso porque pensé que de hacerlo corría peligro mi vida. Aquel tiempo la región era virulenta y no me quise arriesgar, razón por la que aceleré mi automóvil para alejarme de ellos y me persiguieron como cuando un pez grande quiere comerse a un pez chico. Adelante había una desviación que conducía a la inexorablemente a la perdición, porque era territorio de nadie, y otra avenida que llevaba a otra ciudad que pensé sería mi refugio de la tempestad que se me avecinó. Sin embargo me equivoqué porque no había patrullas de policía, en las calles no había ningún alma, la gente dormía en sus casas y no había nadie a quien pedir ayuda. Huí por avenidas, doblé en esquinas y recorrí el mismo trayecto dos veces y mis perseguidores no cejaban en su empeño de atraparme. Pedí en esos momentos a Dios que me protegiera y me iluminó. Regresé a más alta velocidad a mi punto de partida sin importarme las condiciones de la carretera ni los camellones muy altos que respetaba en condiciones normales. Cuando llegué nuevamente a la escuela de donde salí, detuve el coche y la adrenalina que traía me impulsó a trepar el portón cerrado de la institución y salvaguardé mi vida mientras escuchaba a los forajidos pasar a gran velocidad frente al acceso. Ese golpe de timón que di a mi barca felizmente me salvó de un naufragio y de perecer en las turbulentas aguas de aquel tiempo.
Ya con más experiencia enfrenté problemáticas que pasan en todos lados y las resolví de manera particular pensando en protegerme cuidando de no afectar a nadie. Una vez unos padres de familia de la escuela donde trabajaba, que estaban muy relacionados con algunos maestros que llegaron a trabajar antes que yo y que estaban bajo mi dirección y mi mando, se amotinaron y pretendieron que el barco se fuera a pique y nombraran a un capitán afín a ellos. Evalué la situación rápidamente, arrojé lastres muy importantes al mar y los marineros volvieron a acatar mis órdenes sin que hubiera castigo a los sublevados ni cambio de mando. Cómo lo hice, se los voy a platicar.
Los antiguos maestros de ese institución estaban inconformes con mi arribo a la dirección escolar porque se creían con derechos de ocupar mi lugar. El líder de ellos convenció, con su carisma, a algunos padres de familia que alborotaron, sin fundamento, a la gran mayoría para hicieran camorra y justificar mi salida. El plan consistía en reunir a los padres de familia en la puerta de la entrada, retenerlos para que se hicieran más, reclamarme sobre asuntos internos que no habían resuelto mis antecesores, que los escuchara mi almirante y me cambiara éste de lugar por necesidades del servicio. Habiendo evaluado la situación me valí de unas mochilas que había enviado el ayuntamiento para los niños y con ellas y mucha amabilidad disolví el motín. Los padres de familia enviaron cortésmente a uno de ellos diciéndome: quiere que resolvamos los asuntos afuera o adentro de la escuela. Elegí que adentro de la escuela, pero que antes de empezar la reunión, aprovechando la circunstancia, les entregaría las mochilas porque sabía que muchos padres de familia tenían que ir a trabajar y no quería incomodarlos entregando las mochilas después de arreglar los asuntos escolares. La mayoría de padres de familia al ver mi actitud, cambiaron de parecer y se retiraron conforme les entregaba las mochilas dejando a los líderes para que arreglaran los asuntos conmigo. Para no hacerla tan larga quedaron solo dos de los líderes quienes viendo que ya no había nada que hacer, se retiraron no sin antes pedirme disculpas por su ofuscación. Entonces volteé a ver a los maestros instigadores que veían desde sus ventanas y con la mano en la frente los saludé a lo lejos y los invité a trabajar. Desgraciadamente hubo más amotinamientos que resolví con éxito. Lo que hice, con todo respeto, fue jalar a los padres de familia a mi lado invitándolos a que hicieran gestiones conmigo. Al principio se resistieron a ayudarme por fidelidad a los maestros de sus hijos pero finalmente cayeron en cuenta que quería lo mejor para su escuela. En ese plantel me dijo un día el supervisor escolar: tenías el problema muy fuerte, no sé como lo hiciste, no me explico como lo resolviste y te felicito.
En otras instituciones me tocó lidiar con profesores que quisieron quitarme el mando aprovechando la buena fe de los padres de familia. Con esto no quiero decir que haya malos maestros en las escuelas, entiendo que son líderes naturales, que son el motor de la comunidad y digo respetuosamente que tienen también buena fe sólo que no seguían los canales adecuados.
En otro de aquellos casos participó un maestro que tenía mucha ascendencia con sus padres de familia y me los quería echar encima. Me di cuenta una tarde que llegué a la escuela. Debo decirles que así como los padres conocen a sus hijos, yo conocía a mis maestros muy bien. Con solo verlos me percataba cuales eran sus intenciones y el secreto estaba en su comportamiento natural. Cuando se dirigían a mi con mucha amabilidad ya las cosas estaban mal. Cuando se dirigían de manera normal no había problemas, pero cuando se ocultaban de mi vista prácticamente tenía la tempestad encima. Continúo. Esa tarde el mencionado maestro platicaba con un padre de familia en la puerta de entrada de su salón y al verme pretendió ocultarse, pero como yo no sabía de que hablaban empecé a izar las velas del barco. El viento fuerte llegó una hora después cuando ví a representantes de los padres de familia que querían hablar conmigo. Les puse mucha atención y les pedí de favor que regresaran por la respuesta un día después. Nunca llegaron porque mandé traer al maestro, le hablé enérgicamente y lo emplacé a que si los padres de familia llegaban al día siguiente daría parte a mis superiores y lo haría responsable por causar problemas en la nave.
La mística de servicio siempre la tuve y también pedí ayuda a los padres de familia porque sin ellos las escuelas no caminan, son como las velas y los remos de los barcos que nos llevan en el mar. Un año no me enviaron a maestros a la escuela. Atendía cuatro grupos y esforzaba tanto como podía. Al salir de clases llegaba a mi domicilio extenuado al haber atendido a más de cien niños y no tuve más alternativa que solicitar más maestros de grupo. Y que creen que pasó. Me enviaron a un director para que hiciera la labor administrativa y a mi me seguían confiando la educación de los niños. Lo supe cuando llegó el nuevo director quien se adelantó a los formalismos y me enseñó su oficio de comisión. Ese día me habían citado a una reunión de la zona escolar y lo invité a que asistiéramos a la supervisión escolar y de algún modo resolviéramos el asunto. Pedí ayuda a mis compañeros directores y sólo uno me apoyó pidiéndole al nuevo director que se esperara hasta el lunes para que yo tuviera tiempo y hablara con quienes le dieron las órdenes para sustituirme. Era jueves, sin embargo el viernes el nuevo director llegó a las siete de la mañana a la escuela a tomar posesión pero yo llegué al diez para las siete.
Esos diez minutos de ventaja los aproveché al máximo para pedirle a un padre de familia, que llegaba muy temprano, que me apoyara permaneciendo un rato en la entrada de la escuela mientras inventaba algo que me ayudara a regresar al nuevo director. La idea llegó a mi cabeza y cuando mi adversario llegó le dije: maestro, no me crea, al señor que está en la puerta de la escuela no lo conozco, lo mandaron los padres de familia a impedirle tome posesión, le sugiero avise a la supervisión, yo solo cumplo con avisarle. Al escuchar mis palabras el nuevo director regresó por donde venía y obtuve dos horas de tiempo para reunir a los padres de familia, darles a conocer mi situación y ganar su ayuda.
La participación de los padres de familia fue trascendental, al ver las autoridades su determinación enviaron a más maestros a ayudarme a sacar el barco adelante. No me siento mal porque cumplí con los objetivos de engrandecer la escuela y de continuar como director y porque no le mentí a aquél maestro al decirle la verdad de que no me creyera, lo demás él se lo imaginó.
Mi trabajo en el magisterio duró muchos años. Tuve la fortuna de subirme a un barco, navegué en un océano y felizmente toqué puerto. Gracias a la vida que me dio la oportunidad de ser marinero, de haber surcado el mar y de tocar tierra y vuelvo a reiterar como Mercedes Sosa: "Gracias a la vida que me ha dado tanto. Me ha dado la marcha de mis pies cansados; con ellos anduve ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos, y la casa tuya, tu calle y tu patio".
domingo, 6 de enero de 2019
El militar
Los padres de familia siempre quieren el mejor futuro para sus hijos y generalmente les preguntan cuando son pequeños que quieren ser cuando sean grandes. A mi me preguntaron una vez y , como jugaba despreocupado a los soldaditos, sin pensar en las enormes repercusiones que esa respuesta traería a mi vida, dije que militar. Pasó el inexorable tiempo y ya en la escuela primaria participé gustoso en un bailable que se llamaba "La adelita" y como en el corrido se decía "Popular entre la tropa era Adelita, la mujer que el sargento idolatraba que además de ser valiente era bonita que hasta el mismo coronel la respetaba", como yo me vestí de soldado de levita, para hacerme enojar mis familiares me empezaron a decir el Coronel, apodo que después se contrajo por el de Coro y que todavía llevo sobre mis hombros y en mi pecho sin condecoraciones.
Como tenía ese cargo honorífico, mis conocidos me llamaban Coronel y con ese rango castrense fui tratado por propios y extraños. Tenía tanto poder el concepto del grado nivel militar que ostentaba que, aunque andaba vestido de civil, yo creía que la gente me trataba con respeto, pero el nombre no significaba nada para ellos.
Por ese tiempo nos fuimos de la Colonia Carolina a la colonia Satélite de Cuernavaca. Nos cambiamos de casa una tarde. Mis padres nos mandaron de avanzada con algunas cosas pero no había llegado la mudanza y llegada la noche nos tuvimos que acostar sobre una larga mesa de madera. No teníamos cobijas y hacía mucho frío. En un instante de irreflexión prendimos una vela para calentarnos pero todo era en vano. Yo no pensé en las consecuencias froté mis manos con alcohol y las acerqué al fuego. Desgraciadamente mis manos ardieron y me horroricé. Flamas de color azul iluminaron la oscuridad y no tuve otra idea más que golpear una pared con mis manos. Afortunadamente se apagaron mis manos y no pasó otra cosa que lamentar.
Una noche estando en esa casa un globo de cantolla enorme cayó dentro de la propiedad. Grande fue nuestra sorpresa que nuestro hermano mayor saltó el portón y se lo llevaba para elevarlo con sus amigos. Lo delató el ruido que hizo y alcance a verlo. El acostumbraba jalar más con sus amigos que con nosotros. Jugaba en un equipo de futbol con ellos. Me enojé mucho y se lo arrebaté. Así como Estados Unidos proclamó la doctrina Monroe donde decía que América era para los americanos yo expresé que el globo caído en nuestra casa era para nosotros. Le dije: cómo crees que te lo vas a llevar. Ya ni la haces. Él se sonrió y no me contestó nada. Esa misma noche intentamos elevar el globo mi padre mi otro hermano y yo pero no tuvimos éxito. Nos subimos a la azotea cargamos el enorme globo, le pusimos una vela de parafina en la parte inferior y esperamos a que se inflara. El globo ascendió cuando mucho un metro y como había mucho viento la llama quemó el papel. El globo se incendió y pese al fracaso nos divertimos mucho.
Una tarde una casa vecina se incendió. Corrí a prestar ayuda, me subí arriba de un techo para arrojar agua con una cubeta pero mi intención se frustró. Un vecino gritó que un tanque de gas iba a explotar, me descuidé , pisé en un techo de lámina de cartón y caí. Afortunadamente me aferré a una viga y planee mi caída. Me balancee y me precipité sobre una cama. Nadie estaba en esa casa y salí a la calle como si nada.
Una noche un vecino nuestro quiso cantarle las mañanitas a su hermana. Se llamaba Eduardo pero le decíamos de cariño Lalito. Él era hijo de don Pablo un obrero textil que trabajaba en la fábrica Rivetex de Cuernavaca. Lalito era nuestro vecino de enfrente y fue a verme una noche. A él lo conocíamos de muchos años atrás. Muchas veces nos acompañó a pedir ofrenda a las casas, el día de muertos, y era poco serio. Cuando en las casas había perros el imitaba ladridos y se echaba a correr cuando salían los canes. Únicamente cuando iba su hermano menor era reservado. Entonces nos decía: "no le hagan, no vayan a ladrar acuérdense que traigo a Galito". Como les decía, Lalito tocó la puerta de la casa y abrí la puerta. Llevaba colgando una guitarra y me dijo: "Coro quiero invitarte a que le cantemos las mañanitas a mi hermana. Mañana cumple quince años pero como es día laboral quiero que le cantemos las mañanitas hoy". Yo le dije: claro que si, Lalito es un placer ayudarte. En eso se asomó también mi hermano mayor y se auto invitó a ir con nosotros. Atravesamos la calle y mi vecino tocó la ventana de su casa. Su hermana enterada de su propósito se asomó y esperó a que cantáramos. Entonces Lalito empezó solemnemente a tocar los acordes con la guitarra. El no sabía mucho de música tocaba el instrumento en la estudiantina de la iglesia y apenas dominaba lo más básico. Íbamos a cantar la primera palabra de la canción cuando mi hermano dio una sonada carcajada. Seguramente nos contagió su manera de reír porque nos carcajeamos igual. Quisimos reponernos de las risotadas pero nos fue imposible. Cuando queríamos cantar los dos, mi hermano reía y después de varios intentos decidimos cancelar la serenata. Fue tal la risa que nos provocó mi hermano que a más de treinta años de aquel suceso de solo recordarlo vuelvo a reír de nuevo.
Por ese tiempo nos fuimos de la Colonia Carolina a la colonia Satélite de Cuernavaca. Nos cambiamos de casa una tarde. Mis padres nos mandaron de avanzada con algunas cosas pero no había llegado la mudanza y llegada la noche nos tuvimos que acostar sobre una larga mesa de madera. No teníamos cobijas y hacía mucho frío. En un instante de irreflexión prendimos una vela para calentarnos pero todo era en vano. Yo no pensé en las consecuencias froté mis manos con alcohol y las acerqué al fuego. Desgraciadamente mis manos ardieron y me horroricé. Flamas de color azul iluminaron la oscuridad y no tuve otra idea más que golpear una pared con mis manos. Afortunadamente se apagaron mis manos y no pasó otra cosa que lamentar.
Una noche estando en esa casa un globo de cantolla enorme cayó dentro de la propiedad. Grande fue nuestra sorpresa que nuestro hermano mayor saltó el portón y se lo llevaba para elevarlo con sus amigos. Lo delató el ruido que hizo y alcance a verlo. El acostumbraba jalar más con sus amigos que con nosotros. Jugaba en un equipo de futbol con ellos. Me enojé mucho y se lo arrebaté. Así como Estados Unidos proclamó la doctrina Monroe donde decía que América era para los americanos yo expresé que el globo caído en nuestra casa era para nosotros. Le dije: cómo crees que te lo vas a llevar. Ya ni la haces. Él se sonrió y no me contestó nada. Esa misma noche intentamos elevar el globo mi padre mi otro hermano y yo pero no tuvimos éxito. Nos subimos a la azotea cargamos el enorme globo, le pusimos una vela de parafina en la parte inferior y esperamos a que se inflara. El globo ascendió cuando mucho un metro y como había mucho viento la llama quemó el papel. El globo se incendió y pese al fracaso nos divertimos mucho.
Una tarde una casa vecina se incendió. Corrí a prestar ayuda, me subí arriba de un techo para arrojar agua con una cubeta pero mi intención se frustró. Un vecino gritó que un tanque de gas iba a explotar, me descuidé , pisé en un techo de lámina de cartón y caí. Afortunadamente me aferré a una viga y planee mi caída. Me balancee y me precipité sobre una cama. Nadie estaba en esa casa y salí a la calle como si nada.
Una noche un vecino nuestro quiso cantarle las mañanitas a su hermana. Se llamaba Eduardo pero le decíamos de cariño Lalito. Él era hijo de don Pablo un obrero textil que trabajaba en la fábrica Rivetex de Cuernavaca. Lalito era nuestro vecino de enfrente y fue a verme una noche. A él lo conocíamos de muchos años atrás. Muchas veces nos acompañó a pedir ofrenda a las casas, el día de muertos, y era poco serio. Cuando en las casas había perros el imitaba ladridos y se echaba a correr cuando salían los canes. Únicamente cuando iba su hermano menor era reservado. Entonces nos decía: "no le hagan, no vayan a ladrar acuérdense que traigo a Galito". Como les decía, Lalito tocó la puerta de la casa y abrí la puerta. Llevaba colgando una guitarra y me dijo: "Coro quiero invitarte a que le cantemos las mañanitas a mi hermana. Mañana cumple quince años pero como es día laboral quiero que le cantemos las mañanitas hoy". Yo le dije: claro que si, Lalito es un placer ayudarte. En eso se asomó también mi hermano mayor y se auto invitó a ir con nosotros. Atravesamos la calle y mi vecino tocó la ventana de su casa. Su hermana enterada de su propósito se asomó y esperó a que cantáramos. Entonces Lalito empezó solemnemente a tocar los acordes con la guitarra. El no sabía mucho de música tocaba el instrumento en la estudiantina de la iglesia y apenas dominaba lo más básico. Íbamos a cantar la primera palabra de la canción cuando mi hermano dio una sonada carcajada. Seguramente nos contagió su manera de reír porque nos carcajeamos igual. Quisimos reponernos de las risotadas pero nos fue imposible. Cuando queríamos cantar los dos, mi hermano reía y después de varios intentos decidimos cancelar la serenata. Fue tal la risa que nos provocó mi hermano que a más de treinta años de aquel suceso de solo recordarlo vuelvo a reír de nuevo.
Nunca porté ninguna arma mortal, solo la de dardos de juguete, pero mi apodo el Coronel emanaba tal fuerza intrínseca que me sentía poderoso. Pido disculpas por esta aseveración pero mi mote era un escudo defensivo que solo ahora lo alcanzo a dilucidar plenamente. Me sentía protegido por mi coraza protectora y por lo mismo me creía invulnerable.
La vida pone a cada quien en su lugar y a mi me puso en contacto con los soldados del ejército mexicano cuando viajábamos en el vagón del ferrocarril. Yo tenía un padrino que vivía a las orillas de los rieles del tren y visitarlo entrañaba subirme a los vagones de pasajeros que en ese tiempo eran resguardados por partidas militares. Mi madre sin saber mis pensamientos beligerantes me sugería que me sentara junto a ellos para que me cuidaran,. Recuerdo que me decía: "cuando te subas al vagón del tren siéntate cerca de los militares. Si necesitas algo ellos te ayudarán", sin embargo no se imaginaba que yo pensaba que los militares estaban a mis irrestrictas órdenes.
Había que alimentarse, porque también de pan vive el hombre, y yo aprovechaba que el pasaje era barato y podía gastar el excedente de dinero que me daban en disfrutar de alimentos que vendían los comerciantes en cada parada del tren. Chalupitas, jícamas con chile, quesadillas, enchiladas, agua fresca, elotes, gelatinas, gritaban los vendedores y esperaba esas palabras hermosas, como un grito de guerra, y sacaba el dinero para comprar y saciaba mi hambre, pero no la gula.
La estación del ferrocarril estaba a una hora caminando desde mi casa. A la edad de nueve años mi madre me echaba la consabida bendición y en los periodos vacacionales me lanzaba a la aventura caminando por la vía hasta la estación. En la parada del tren pagaba mi boleto que representaba la mitad del costo del autobús y con la otra parte daba rienda suelta a mi gusto por la comida.
La estación tenía un solo hangar. Había bancas de madera donde se sentaban los pasajeros a esperar el tren. Escuchaba el silbido de la locomotora que venía desde México y me sentía contento porque empezaba mi viaje. Los legendarios eucaliptos, plantados en el lugar, parecían gigantes que rendían pleitesía a la máquina que avanzaba con un ruido ensordecedor. El ruido de las ruedas al deslizarse por los rieles, y el esfuerzo de los durmientes que soportaban su peso, eran música para mis oídos ya que iniciaba mi partida. Desde el ferrocarril en trayecto veía mi casa a lo lejos y mis hermanos decían que me veían, cuando agitaba las manos, despidiéndome de ellos. Yo agitaba mis brazos contento de saberme observado; ellos estaban en su mundo y no se imaginaban que entrarían al mío posteriormente.
Unas vacaciones después mis hermanos viajaron junto conmigo en el tren. Les serví de guía y les avisaba sobre las estaciones que seguían en nuestro viaje y la comida que vendían en ellas. Desafortunadamente kilómetros adelante de nuestra travesía se descarriló el tren. La demora representó seis horas que tuvimos que permanecer en los vagones hasta que se arreglaron los desperfectos de la vía. Mientras se corregía el problema, mis hermanos, ignorantes de la disciplina, se bajaron del tren y se dirigieron a unos árboles a tomar el fresco. Yo les gritaba que el tren iba a partir y no me hacían caso, lo que alimentó un error en el que incurrieron más adelante.
Llegamos a nuestro destino a medianoche. Mis padres ya nos esperaban y cariñosos nos abrazaron por lo valientes que nos portamos en este trance. A la mañana siguiente, mi padre, mis hermanos y yo ya estábamos recorriendo caminos reales hacia la montaña. Mi padre fue a cazar unas tórtolas para que comiéramos y nos dijo que lo esperáramos en donde nos dejó. Yo obediente de sus órdenes permanecí cuidando el sitio pero mis hermanos no; exploraron el camino y se perdieron. Mi padre los encontró horas después y les puso una soberana regañada que no olvidaron nunca.
Mi padre en la cacería usaba un rifle winchester y como yo tenía el rango de coronel tuve la oportunidad de cerrojearlo y de meter cartucho. Las instrucciones siempre fueron: el cañón del arma siempre debe permanecer hacia arriba y fijarse hacia donde disparar. Obedecí íntegramente, pero nunca le disparé a nada. Quienes abrieron fuego infructuosamente fueron mis primos y mis hermanos.
El campo de tiro fue una barranca llamada el Otatal. Se llegaba a él por un callejón flanqueado por corrales de piedra y por una tupida maleza. El suelo era inclinado y con muchas rocas. Los caballos difícilmente bajaban por él y regularmente resbalaban por las lajas cayendo con todo y jinete. En la barranca se formaban pozas cuya agua se filtraba desde los cerros contiguos. El suelo permeable favorecía la acumulación del líquido que era buscado por el ganado para abrevar y como en las tardes a las vacas y a los caballos los confinaban sus dueños en los establos, los únicos animalitos que llegaban a beber agua eran las güilotas y las tórtolas. Antes de su arribo, mis primos, mis hermanos y yo improvisábamos refugios hechos de ramas y de hojas para que nos sirvieran de camuflage. Aguardábamos en su interior, quietos y casi sin respirar para no hacer ruido y no asustar a las aves que llegaban una a una o en parvadas. En el más absoluto silencio uno de mis primos apuntó una vez a una tórtola que estaba muy cerca del rifle; estaba tan próximo el animal que parecía que sus ojos se asomaban por el cañón. Nervioso y resbalándose el sudor por la frente apretó el gatillo y el arma se escasquilló. Inmediatamente los que lo acompañamos soltamos una risotada que asustó a las aves y que todavía recordamos quienes participamos en aquella malograda cacería.
La vida en la colonia Satélite no me impidió ganar dinero para comprarme dulces o fruta. En una calle cercana había una panadería que todas las tardes necesitaba de chamacos para llevar el canasto de pan a las tiendas de la colonia. Como no tenían vehículo de transporte nos pagaban un peso por cada viaje. Quien nos invitó a ir a la panadería era un amiguito de nombre Nabor. El era de mi edad y tenía tres hermanos: Hermilo, Amado y Miguelito. Los recuerdo con mucho cariño porque ellos me enseñaron a jugar bolillo en la calle. El llamado bolillo era un pedazo de palo al que le hacíamos puntas en los extremos. Lo golpeábamos con un palo más grande en una punta y estando en el aire le pegábamos más fuerte. El que lo enviaba en el aire más lejos ganaba el juego. Ellos también me invitaron a canastear al mercado. Cuando llegábamos a la central de abastos le pedíamos a las señoras que nos permitieran cargarles la canasta. Con ese servicio nos ganábamos unas monedas con las que rentábamos bicicletas porque nuestros padres no podían comprarnos una.
Mi hermano mayor era muy hábil con la bicicleta. Se subía a las de la rodada número veintiocho, no obstante que la bicicleta le quedaba grande y las manejaba a gran velocidad por la calle sin agarrar los manillares. Las bicicletas nos las rentaban a peso por hora razón por la cual aprovechábamos el tiempo lo mejor que podíamos.
En mi adolescencia Lalito nos dijo una noche que a las nueve tocaría en la Arena Popular el grupo Los Terrícolas. No teníamos boletos de entrada y tuvimos que colgarnos de una barda desde donde podíamos ver el espectáculo. Como le ocurrió a Joaquín Sabina en su canción nos dieron las diez, las once, las doce, la una... y a esa hora llegaron los cantantes. Escuchamos una hora sus exitosas canciones y regresamos despreocupados a nuestra casa sin imaginar el recibimiento que nos daría mi padre. Dicho y hecho, llegamos nuestra casa y mi papá nos recibió con unos cinturonazos que de solo acordarme me duele la parte abultada abajo de mi cintura.
La vida en la colonia Satélite no me impidió ganar dinero para comprarme dulces o fruta. En una calle cercana había una panadería que todas las tardes necesitaba de chamacos para llevar el canasto de pan a las tiendas de la colonia. Como no tenían vehículo de transporte nos pagaban un peso por cada viaje. Quien nos invitó a ir a la panadería era un amiguito de nombre Nabor. El era de mi edad y tenía tres hermanos: Hermilo, Amado y Miguelito. Los recuerdo con mucho cariño porque ellos me enseñaron a jugar bolillo en la calle. El llamado bolillo era un pedazo de palo al que le hacíamos puntas en los extremos. Lo golpeábamos con un palo más grande en una punta y estando en el aire le pegábamos más fuerte. El que lo enviaba en el aire más lejos ganaba el juego. Ellos también me invitaron a canastear al mercado. Cuando llegábamos a la central de abastos le pedíamos a las señoras que nos permitieran cargarles la canasta. Con ese servicio nos ganábamos unas monedas con las que rentábamos bicicletas porque nuestros padres no podían comprarnos una.
Mi hermano mayor era muy hábil con la bicicleta. Se subía a las de la rodada número veintiocho, no obstante que la bicicleta le quedaba grande y las manejaba a gran velocidad por la calle sin agarrar los manillares. Las bicicletas nos las rentaban a peso por hora razón por la cual aprovechábamos el tiempo lo mejor que podíamos.
En mi adolescencia Lalito nos dijo una noche que a las nueve tocaría en la Arena Popular el grupo Los Terrícolas. No teníamos boletos de entrada y tuvimos que colgarnos de una barda desde donde podíamos ver el espectáculo. Como le ocurrió a Joaquín Sabina en su canción nos dieron las diez, las once, las doce, la una... y a esa hora llegaron los cantantes. Escuchamos una hora sus exitosas canciones y regresamos despreocupados a nuestra casa sin imaginar el recibimiento que nos daría mi padre. Dicho y hecho, llegamos nuestra casa y mi papá nos recibió con unos cinturonazos que de solo acordarme me duele la parte abultada abajo de mi cintura.
Años después cacé, pero no aves. Cazaba goles en los campos de futbol. Aprovechaba mi estatura para meter goles de cabeza o pateando los balones a la red. Algunos árbitros me preguntaban que porque siendo yo coronel no era el capitán del equipo. La respuesta era simple: a usted no le gustaría que lo degradaran y a mi tampoco. Y seguí jugando ese deporte y con mi apodo porque a nadie le dije que me dejara decir Coronel.
Los domingos nos parábamos de la cama muy temprano. A las cuatro treinta de la mañana ya estábamos de pie. Íbamos a misa de cinco con el padre Decidelio y cuando terminaba el sermón nos íbamos a la casa. Hacíamos calentamiento, jugábamos una pequeña cascarita de fútbol y nos íbamos a la cancha para sostener un encuentro de balompié a las siete de la mañana. A las nueve terminaba el partido y nos esperábamos por si invitaban a jugar otro encuentro. Generalmente faltaban jugadores en algún equipo de fútbol y nos invitaban para que jugáramos de cachirules. A las once de la mañana terminábamos muy cansados. Nos íbamos a la casa a comer nuestro primer alimento del día, a bañarnos y a descansar porque en la tarde íbamos a dar una vuelta al centro o si no íbamos al cine.
Una mañana de Domingo jugamos dos partidos mis hermanos y yo y nos fuimos a la casa. Al llegar vimos a mi padre muy ocupado cimbrando con madera un cuarto. Pensamos que su intención era colar una loza en los siguientes días y le pregunté : papá que día de la semana vas a colar. El me dijo:"hoy voy a colar " Yo le dije preocupado y quien te va a ayudar? El me contestó : "como que quién, pues ustedes". Nos volteamos a ver con mis hermanos y no nos quedó otra que entrarle a la chamba. Estábamos muy cansados y sin embargo cortamos la varilla, la distribuimos arriba de la cimbra y la amarramos con alambre quemado.
Nos dieron las tres de la tarde y no acabamos de amarrar la varilla. A las cuatro de la tarde regamos agua sobre la madera, colocamos las mangueras que llevan la luz y a las cinco empezamos a colar. Estábamos tan cansados que el bote de revoltura nos pesaba el doble de lo que comúnmente pesaba amén de que subir por la escalera de madera era un calvario. Lalito, nuestro vecino, al ver nuestros sufrimientos se solidarizó con nosotros. Sin embargo, era un poco débil y cargaba de a medio bote pero aún así fue de enorme ayuda su esfuerzo. Terminamos de colar a las diez de la noche. Cansados cómo estábamos atinamos a bañarnos y nos fuimos a dormir. La comida y la cena la dejamos para el otro día.
De aquel domingo nos quedó la enseñanza que si jugábamos dos partidos de fútbol no debíamos regresar a nuestra casa porque nuestro padre podía hacernos lo mismo.
Ser inquietos nos redundó en trabajo. Un día mi papá encargó dos carros de arena y la vaciaron los macheteros en la banqueta. Yo le dije a mi papá: por que no les dijiste a los del camión que dejaran la arena afuera siendo que podían meterla al terreno de la casa. Él me contestó: pues para que la metan ustedes. Como comprenderán la metimos a bote. Quisimos ocupar la carretilla pero mi papá no nos dejó. Su argumento fue: "la voy a ocupar en otra cosa" y no nos prestó la carretilla.
En otra oportunidad mi papá señaló con cal unos lugares donde iba a colar unos castillos. Mi papá me dijo : "haz unos hoyos de un metro de profundidad porque quiero colar unos castillos". Yo le dije: porque los hoyos tienen que ser de un metro si por lo general tu los haces de cincuenta centímetros. El me refutó:"te digo que los hagas de un metro para que al menos los hagas de cincuenta centímetros " y obedecí sus órdenes.
Los domingos nos parábamos de la cama muy temprano. A las cuatro treinta de la mañana ya estábamos de pie. Íbamos a misa de cinco con el padre Decidelio y cuando terminaba el sermón nos íbamos a la casa. Hacíamos calentamiento, jugábamos una pequeña cascarita de fútbol y nos íbamos a la cancha para sostener un encuentro de balompié a las siete de la mañana. A las nueve terminaba el partido y nos esperábamos por si invitaban a jugar otro encuentro. Generalmente faltaban jugadores en algún equipo de fútbol y nos invitaban para que jugáramos de cachirules. A las once de la mañana terminábamos muy cansados. Nos íbamos a la casa a comer nuestro primer alimento del día, a bañarnos y a descansar porque en la tarde íbamos a dar una vuelta al centro o si no íbamos al cine.
Una mañana de Domingo jugamos dos partidos mis hermanos y yo y nos fuimos a la casa. Al llegar vimos a mi padre muy ocupado cimbrando con madera un cuarto. Pensamos que su intención era colar una loza en los siguientes días y le pregunté : papá que día de la semana vas a colar. El me dijo:"hoy voy a colar " Yo le dije preocupado y quien te va a ayudar? El me contestó : "como que quién, pues ustedes". Nos volteamos a ver con mis hermanos y no nos quedó otra que entrarle a la chamba. Estábamos muy cansados y sin embargo cortamos la varilla, la distribuimos arriba de la cimbra y la amarramos con alambre quemado.
Nos dieron las tres de la tarde y no acabamos de amarrar la varilla. A las cuatro de la tarde regamos agua sobre la madera, colocamos las mangueras que llevan la luz y a las cinco empezamos a colar. Estábamos tan cansados que el bote de revoltura nos pesaba el doble de lo que comúnmente pesaba amén de que subir por la escalera de madera era un calvario. Lalito, nuestro vecino, al ver nuestros sufrimientos se solidarizó con nosotros. Sin embargo, era un poco débil y cargaba de a medio bote pero aún así fue de enorme ayuda su esfuerzo. Terminamos de colar a las diez de la noche. Cansados cómo estábamos atinamos a bañarnos y nos fuimos a dormir. La comida y la cena la dejamos para el otro día.
De aquel domingo nos quedó la enseñanza que si jugábamos dos partidos de fútbol no debíamos regresar a nuestra casa porque nuestro padre podía hacernos lo mismo.
Ser inquietos nos redundó en trabajo. Un día mi papá encargó dos carros de arena y la vaciaron los macheteros en la banqueta. Yo le dije a mi papá: por que no les dijiste a los del camión que dejaran la arena afuera siendo que podían meterla al terreno de la casa. Él me contestó: pues para que la metan ustedes. Como comprenderán la metimos a bote. Quisimos ocupar la carretilla pero mi papá no nos dejó. Su argumento fue: "la voy a ocupar en otra cosa" y no nos prestó la carretilla.
En otra oportunidad mi papá señaló con cal unos lugares donde iba a colar unos castillos. Mi papá me dijo : "haz unos hoyos de un metro de profundidad porque quiero colar unos castillos". Yo le dije: porque los hoyos tienen que ser de un metro si por lo general tu los haces de cincuenta centímetros. El me refutó:"te digo que los hagas de un metro para que al menos los hagas de cincuenta centímetros " y obedecí sus órdenes.
sábado, 5 de enero de 2019
El hombre primitivo
En mis imborrables años mozos, en mi apreciada escuela, me enseñaron mis inolvidables maestros los rasgos inveterados de la evolución histórica del hombre primitivo. Aprendí gratamente que antes que sedentario el ser humano se dedicó a la caza, a la pesca y a la recolección de frutos, y de alguna manera reviví fugazmente, durante mi divertida infancia, las etapas de la vida de nuestros férreos antepasados que coincidió con la espectacular llegada del primer hombre a la luna. Las imágenes de ese tiempo en la televisión eran en blanco y negro y definitivamente me entusiasmé sobremanera con la interesante narración de aquellos trascendentales momentos y con el épico despegue de la nave Apolo XI y su ascenso al hasta entonces inconquistable espacio sideral. Las palabras del consentido locutor de esa época, Jacobo Zabludovsky, permanecen imborrables en mi memoria como si fuera ayer y no olvido cuando hizo alusión al poeta Amado Nervo y a su obra "El Gran Viaje". Cito sus palabras: "¿Quién será en un futuro no lejano, el Cristóbal Colón de algún planeta? ¿Quién logrará, con máquina potente, sondar el océano del éter, y llevarnos de la mano allí donde llegaron solamente los osados ensueños del poeta?" Luego vi la imagen del primer astronauta pisando la Luna, ignorante de que yo lo veía en mi confortable burbuja a miles de kilómetros de distancia a través de la televisión.
Yo vivía apaciblemente en la ciudad de la "eterna primavera" y para ganarme unos centavos para la escuela , una tía que tenía una tienda de abarrotes, me comisionaba para que empacara los productos que vendían en su negocio. Otras veces iba al mercado municipal a recoger los desperdicios de los puestos de frutas y verduras y con eso les daba de comer a unos marranos que tenía en engorda para después venderlos al rastro municipal y otras tantas me iba a vender miel a orillas de las carreteras del estado con lo cual mataba dos pájaros de un tiro: tenía ingresos para ir a estudiar y hacía las tareas que me dejaban los maestros los fines de semana.
Con el dinero que ganaba en las mañanas y los fines de semana, pagaba en las noches cincuenta centavos para ver la televisión en las casas de uno de mis vecinos. Cuando ellos no estaban caminábamos hasta la avenida Morelos donde una tía nos dejaba ver los programas de Mister Ed, Los cañones de Navarone, Viaje al Fondo del Mar, Perdidos en el Espacio, etcétera. Al terminar los programas a las nueve de la noche regresábamos a nuestra casa felices de que nuestros héroes habían triunfado sobre el mal y habían salido sanos y salvos en sus aventuras.
Así transcurría mi vida durante los periodos de clase y en las felices vacaciones de verano mis hermanos y yo íbamos presurosos a visitar a la familia de mis padres al campo; obviamente que antes de partir hacíamos los preparativos del viaje y yo junto con uno de mis hermanos éramos los encargados de vender las gallinas ponedoras que teníamos en un gallinero improvisado en el patio trasero. Uno de mis tíos, en segundo grado", que era jefe de estación en el ferrocarril, viendo nuestra imperiosa necesidad, nos prestó un terreno baldío en la Colonia Carolina, mientras construíamos nuestra futura casa y al fondo de su propiedad, criábamos a estos benditos animales y al lado a los glotones cerdos que les platiqué.
El terreno, donde vivíamos provisionalmente, estaba protegido al frente por una barda de tabique que impedía ver su recóndito interior. Adentro construimos una casa de madera con un techo de láminas de cartón que nos protegía de la lluvia y del viento pero no del calor. Afuera de ella había una cocina , más lejos un baño y hasta el fondo el gallinero y el improvisado establo donde engordábamos los cerdos. Recuerdo que teníamos muchas gallinas de distintos colores, las cuales nos proveían de carne y de huevos que mucho ayudaban a la economía familiar. Algunas eran grandes y otras pequeñas y no se parecían a los pollos actuales que son alimentados en granjas con productos químicos para que se desarrollen a marchas forzadas. En aquel entonces, les dábamos de comer granos de maíz triturados o pedazos de tortilla dura y crecían en meses y puedo decirles que las gallinas viejas hacen buen caldo. Como podíamos, para que no se nos escaparan, las atábamos cuidadosamente de las patas con un delgado cordel, las cargábamos pacientemente en nuestras manos o las echábamos afanosamente a nuestras espaldas y las llevábamos presurosos a vender al principal mercado de la ciudad que distaba unos cinco kilómetros de nuestro querido hogar. Nos íbamos caminando y llegábamos al mercado de la ciudad cansados y emplumados lo que favorecía a los expertos compradores de aves vivas. Imagínense el calvario por el que pasábamos cargando a las aves, sorteando a los transeúntes y evitando los coches cuando atravesábamos las peligrosas calles. Aunque en aquel entonces las avenidas no eran muy transitadas por los vehículos automotores, se nos complicaba mucho caminar por las estrechas banquetas y se hacía más difícil nuestro paso a medida que llegábamos a donde había más aglomeración de personas. Cuando estábamos frente a los comerciantes del mercado negociábamos ganosamente, pero la injusta transacción se parecía a quitarle un dulce a un niño y efectivamente se quedaban los mercaderes con las gallinas a un precio irrisorio. Aunque sabíamos hacer cuentas, no éramos versados en el arte de la negociación y no teníamos conciencia cabal del valor comercial de nuestro producto.
Yo vivía apaciblemente en la ciudad de la "eterna primavera" y para ganarme unos centavos para la escuela , una tía que tenía una tienda de abarrotes, me comisionaba para que empacara los productos que vendían en su negocio. Otras veces iba al mercado municipal a recoger los desperdicios de los puestos de frutas y verduras y con eso les daba de comer a unos marranos que tenía en engorda para después venderlos al rastro municipal y otras tantas me iba a vender miel a orillas de las carreteras del estado con lo cual mataba dos pájaros de un tiro: tenía ingresos para ir a estudiar y hacía las tareas que me dejaban los maestros los fines de semana.
Con el dinero que ganaba en las mañanas y los fines de semana, pagaba en las noches cincuenta centavos para ver la televisión en las casas de uno de mis vecinos. Cuando ellos no estaban caminábamos hasta la avenida Morelos donde una tía nos dejaba ver los programas de Mister Ed, Los cañones de Navarone, Viaje al Fondo del Mar, Perdidos en el Espacio, etcétera. Al terminar los programas a las nueve de la noche regresábamos a nuestra casa felices de que nuestros héroes habían triunfado sobre el mal y habían salido sanos y salvos en sus aventuras.
Así transcurría mi vida durante los periodos de clase y en las felices vacaciones de verano mis hermanos y yo íbamos presurosos a visitar a la familia de mis padres al campo; obviamente que antes de partir hacíamos los preparativos del viaje y yo junto con uno de mis hermanos éramos los encargados de vender las gallinas ponedoras que teníamos en un gallinero improvisado en el patio trasero. Uno de mis tíos, en segundo grado", que era jefe de estación en el ferrocarril, viendo nuestra imperiosa necesidad, nos prestó un terreno baldío en la Colonia Carolina, mientras construíamos nuestra futura casa y al fondo de su propiedad, criábamos a estos benditos animales y al lado a los glotones cerdos que les platiqué.
El terreno, donde vivíamos provisionalmente, estaba protegido al frente por una barda de tabique que impedía ver su recóndito interior. Adentro construimos una casa de madera con un techo de láminas de cartón que nos protegía de la lluvia y del viento pero no del calor. Afuera de ella había una cocina , más lejos un baño y hasta el fondo el gallinero y el improvisado establo donde engordábamos los cerdos. Recuerdo que teníamos muchas gallinas de distintos colores, las cuales nos proveían de carne y de huevos que mucho ayudaban a la economía familiar. Algunas eran grandes y otras pequeñas y no se parecían a los pollos actuales que son alimentados en granjas con productos químicos para que se desarrollen a marchas forzadas. En aquel entonces, les dábamos de comer granos de maíz triturados o pedazos de tortilla dura y crecían en meses y puedo decirles que las gallinas viejas hacen buen caldo. Como podíamos, para que no se nos escaparan, las atábamos cuidadosamente de las patas con un delgado cordel, las cargábamos pacientemente en nuestras manos o las echábamos afanosamente a nuestras espaldas y las llevábamos presurosos a vender al principal mercado de la ciudad que distaba unos cinco kilómetros de nuestro querido hogar. Nos íbamos caminando y llegábamos al mercado de la ciudad cansados y emplumados lo que favorecía a los expertos compradores de aves vivas. Imagínense el calvario por el que pasábamos cargando a las aves, sorteando a los transeúntes y evitando los coches cuando atravesábamos las peligrosas calles. Aunque en aquel entonces las avenidas no eran muy transitadas por los vehículos automotores, se nos complicaba mucho caminar por las estrechas banquetas y se hacía más difícil nuestro paso a medida que llegábamos a donde había más aglomeración de personas. Cuando estábamos frente a los comerciantes del mercado negociábamos ganosamente, pero la injusta transacción se parecía a quitarle un dulce a un niño y efectivamente se quedaban los mercaderes con las gallinas a un precio irrisorio. Aunque sabíamos hacer cuentas, no éramos versados en el arte de la negociación y no teníamos conciencia cabal del valor comercial de nuestro producto.
Una vez de tantas, porque vacacionábamos año con año, un ducho comprador nos ofreció por una mega gallina veinte pesos. Como pesaba mucho la condenada y nos queríamos deshacer de ella, se nos hizo fácil y la vendimos irreflexivamente. Más tardamos en darnos la vuelta de regreso a nuestra humilde casa cuando escuchamos que el mercader la vendía ventajosamente en cuarenta pesos. El precio lo duplicó en menos de un minuto y le ganó a la gallina el cien por ciento en nuestras propias narices. Y así estos compradores de aves se ganaban la vida honradamente y nosotros los imberbes criadores obteníamos un poco de dinero para los pasajes de ida y vuelta a nuestro esperado destino vacacional. Pero no nos atrasemos y vayamos al grano sobre la paralela evolución del hombre que en estas líneas voy a revivir.
Recuerdo que viajábamos en el ferrocarril rumbo al Río Balsas y al llegar a la estación del tren de Cocula, descendíamos y unos familiares nos esperaban con caballos para que continuáramos la inconclusa travesía. Casi siempre llegábamos en la tarde a la parada de la máquina de acero y nos agarraba la noche en el campo. En nuestro andar oíamos cantar a los grillos y como era verano veíamos plagado los pastizales de miles de luciérnagas que nos daban la bienvenida al paraíso terrenal. En el accidentado camino rara vez nos encontrábamos a personas y cuando la suerte nos favorecía mis padres, por la claridad que daba la luna llena, a lo lejos los reconocían sin problemas. Decían: viene fulano de tal o sutanito o menganito y los saludaban muy afablemente. Los caballos en los que nos subían no eran pajareros, razón por la cual cabalgábamos con confianza absoluta en esos famélicos corceles. Cuando las mansas bestias veían algo raro en medio del camino, erguían sus orejas y se ponían alertas. Eso nos favorecía porque también estábamos atentos a cualquier peligro.
Ya en el rancho, habiendo desempacado nuestras cosas, a mi me llamaba la atención que abajo de las losetas de la casa de mi abuelita brillaba en las noches una luz verde que nadie veía más que yo. Era tan fuerte su resplandor que no me dejaba dormir. Le comenté a mi abuelita sobre lo sucedido y sonreía pensando que yo estaba loco. Para distraerme de esas preocupaciones me decía en las mañanas: "hijo sal al patio y corretea las sontetas para que se te olviden esas cosas".
La casa de mi abuelita era muy amplia y estaba rodeada de árboles frutales.Allí cortábamos zapotes que se daban en los calmiles y granadas en los pasillos de los cobertizos donde mi abuelo guardaba las sillas de montar y unos caballitos de madera que mandó hacer para que nos divirtiéramos porque sabía que teníamos la creencia de ser Llaneros Solitarios. Debido a que los árboles del zapote son muy altos, mi hermano usaba una resortera de madera para bajar a pedradas los oscuros frutos y ya se imaginarán las embarradas que me daba porque las frutas llegaban a mis manos todas destrozadas por las despiadadas piedras que usaba mi hermano al derribarlas. Algunas veces para cachar los zapotes yo usaba un viejo sombrero de palma y los frutos por la altura de la que caían quedaban casi deshechos. Y es que teníamos prohibido subirnos a los árboles porque uno de mis hermanos mayores se había quebrado uno de sus brazos cuando jugaba al Tarzán. Cuando cortábamos las granadas era más sencillo porque se dan en árboles más pequeños, solo que su líquido rojizo mancha mucho la ropa y mis hermanos y yo nos quitábamos las camisas para no ensuciarlas.
Ya en el rancho, habiendo desempacado nuestras cosas, a mi me llamaba la atención que abajo de las losetas de la casa de mi abuelita brillaba en las noches una luz verde que nadie veía más que yo. Era tan fuerte su resplandor que no me dejaba dormir. Le comenté a mi abuelita sobre lo sucedido y sonreía pensando que yo estaba loco. Para distraerme de esas preocupaciones me decía en las mañanas: "hijo sal al patio y corretea las sontetas para que se te olviden esas cosas".
La casa de mi abuelita era muy amplia y estaba rodeada de árboles frutales.Allí cortábamos zapotes que se daban en los calmiles y granadas en los pasillos de los cobertizos donde mi abuelo guardaba las sillas de montar y unos caballitos de madera que mandó hacer para que nos divirtiéramos porque sabía que teníamos la creencia de ser Llaneros Solitarios. Debido a que los árboles del zapote son muy altos, mi hermano usaba una resortera de madera para bajar a pedradas los oscuros frutos y ya se imaginarán las embarradas que me daba porque las frutas llegaban a mis manos todas destrozadas por las despiadadas piedras que usaba mi hermano al derribarlas. Algunas veces para cachar los zapotes yo usaba un viejo sombrero de palma y los frutos por la altura de la que caían quedaban casi deshechos. Y es que teníamos prohibido subirnos a los árboles porque uno de mis hermanos mayores se había quebrado uno de sus brazos cuando jugaba al Tarzán. Cuando cortábamos las granadas era más sencillo porque se dan en árboles más pequeños, solo que su líquido rojizo mancha mucho la ropa y mis hermanos y yo nos quitábamos las camisas para no ensuciarlas.
Cuando salíamos de la casa de mis abuelos al campo nos dirigíamos mis hermanos, mis primos y yo a cortar guamúchiles en los potreros vecinos, no sin antes enfrentarnos en los callejones del pueblo con feroces guachichilas que atacábamos con varas de higuerillo que cortábamos a la vera del camino. Lógicamente que el "moderno" armamento y la estrategia se imponían a las sabandijas y aunque lográbamos grandes bajas de los pérfidos insectos, ésos nos picoteaban en los ojos o en el cuerpo y algunas veces llorábamos de dolor, como seguramente lo hicieron los antiguos pobladores cuando se enfrentaban a las feroces fieras en las sabanas o a sus acérrimos enemigos en el campo de batalla.
Cierta vez, después de cortar guamúchiles uno de mis primos nos invitó a irnos de pipizca. Como ustedes comprenderán el término no tenía significado alguno, hasta que llegamos a unas tierras de tlacolol de reciente pizca, las cuales recorrimos recogiendo granos de frijol que habían olvidado los despistados cosechadores. Como recosechamos algunos cuartillos de frijol, los vendimos y con el dinero compramos unas ricas paletas de hielo que mitigaron parcialmente los calores de la canícula. Otra ocasión salí con mi hermano a recorrer los callejones del pueblo. Él iba armado con una resortera y como era mayor que yo era el encargado de usarla. Como no encontramos ni pájaros en los árboles, dirigió sus proyectiles a unos marranos que descansaban en los lodazales y yo de travieso le mentí diciéndole que había matado un cerdo y, pies para que los quiero, emprendimos una veloz carrera que se debió haber parecido a la que emprendían los cazadores cuando huían de los mamuts que querían cobrar represalias.
Pero si de carreras se trata, con mis primos que vivían en otro pueblo organizábamos carreras de cuacos que tenían una meta determinada. Donde ellos vivían era una población muy pobre. Las casas en su mayoría tenían techos de paja y paredes de varas recubiertas de lodo macizo. A los que bien les iba tenían casa de adobe con techos de teja. Casi todos los que vivían allí eran familiares de mi mamá. El lugar se llamaba San Francisco Lagunita, por una laguna que tenía a la entrada del pueblo. Yo , para darle realce a ese lugar lo comparaba con un lugar de Estados Unidos; y decía que era San Francisco, Lagunita, California. Ese poblado almacenaba agua en la laguna en temporada de lluvias. El líquido servía al ganado pero no a la gente. Ellos se surtían de agua en un resumidero que estaba cerca de la laguna. Entrábamos con cubetas por una cueva oscura y nos iluminábamos con una vela para no caer en las resbaladizas piedras, mientras recogíamos el agua con unas bandejas. No obstante los que allí vivían permanentemente aprendieron a caminar en la oscuridad como lo hacen los invidentes.
Aunque no contábamos con muchos rocines para participar en las carreras nos la ingeniábamos para que la competencia fuera lo más pareja posible. Los que montaban los burros recorrían la mitad del trayecto y los que cabalgaban en corceles cubrían la ruta completa. Aquí mencionaré que tenía un primo monta burros que era tan bueno que nos ganaba a quienes montábamos los "veloces" caballos. No obstante, a que antes de las carreras revisábamos que las sillas de montar estuvieran sujetas a los aparejos, una ocasión se rompió una correa y caímos un primo y yo en medio del camino. Del brutal golpe que recibí a mí se me fue el aire pero mi primo tuvo un fuerte golpe en la cabeza que hizo que le brotara aparatosamente la sangre. Tan asustados estábamos los intrépidos jinetes que la sonrisa que teníamos se esfumó porque pensábamos equivocadamente que el cerebro se le iba a salir por la herida.
En ese pueblo donde vivía mi abuelita materna, un año nuevo sufrí una gran tristeza. Los niños nos acostamos provisionalmente en las camas porque hacía mucho frío y con la intención de que unas horas después nos levantáramos y recibiéramos al nuevo año rompiendo piñatas y tomando ponche. Yo me acosté en medio de la cama para estar más calientito pero me dormí profundamente. Al otro día desperté y me enteré que mis hermanos y mis primos se habían divertido de lo lindo. Les reclamé a mis hermanos del porque no me habían despertado. Ellos me dijeron que mi madre les dijo que me dejaran dormir porque estaba muy cansado y yo me quedé sin festejar como los otros niños.
Pero si de carreras se trata, con mis primos que vivían en otro pueblo organizábamos carreras de cuacos que tenían una meta determinada. Donde ellos vivían era una población muy pobre. Las casas en su mayoría tenían techos de paja y paredes de varas recubiertas de lodo macizo. A los que bien les iba tenían casa de adobe con techos de teja. Casi todos los que vivían allí eran familiares de mi mamá. El lugar se llamaba San Francisco Lagunita, por una laguna que tenía a la entrada del pueblo. Yo , para darle realce a ese lugar lo comparaba con un lugar de Estados Unidos; y decía que era San Francisco, Lagunita, California. Ese poblado almacenaba agua en la laguna en temporada de lluvias. El líquido servía al ganado pero no a la gente. Ellos se surtían de agua en un resumidero que estaba cerca de la laguna. Entrábamos con cubetas por una cueva oscura y nos iluminábamos con una vela para no caer en las resbaladizas piedras, mientras recogíamos el agua con unas bandejas. No obstante los que allí vivían permanentemente aprendieron a caminar en la oscuridad como lo hacen los invidentes.
Aunque no contábamos con muchos rocines para participar en las carreras nos la ingeniábamos para que la competencia fuera lo más pareja posible. Los que montaban los burros recorrían la mitad del trayecto y los que cabalgaban en corceles cubrían la ruta completa. Aquí mencionaré que tenía un primo monta burros que era tan bueno que nos ganaba a quienes montábamos los "veloces" caballos. No obstante, a que antes de las carreras revisábamos que las sillas de montar estuvieran sujetas a los aparejos, una ocasión se rompió una correa y caímos un primo y yo en medio del camino. Del brutal golpe que recibí a mí se me fue el aire pero mi primo tuvo un fuerte golpe en la cabeza que hizo que le brotara aparatosamente la sangre. Tan asustados estábamos los intrépidos jinetes que la sonrisa que teníamos se esfumó porque pensábamos equivocadamente que el cerebro se le iba a salir por la herida.
En ese pueblo donde vivía mi abuelita materna, un año nuevo sufrí una gran tristeza. Los niños nos acostamos provisionalmente en las camas porque hacía mucho frío y con la intención de que unas horas después nos levantáramos y recibiéramos al nuevo año rompiendo piñatas y tomando ponche. Yo me acosté en medio de la cama para estar más calientito pero me dormí profundamente. Al otro día desperté y me enteré que mis hermanos y mis primos se habían divertido de lo lindo. Les reclamé a mis hermanos del porque no me habían despertado. Ellos me dijeron que mi madre les dijo que me dejaran dormir porque estaba muy cansado y yo me quedé sin festejar como los otros niños.
En San Francisco, Lagunita, California tenían costumbres muy raras. Los jóvenes se robaban a sus novias e iban a pedir su mano después de haber consumado el acto nupcial. No obstante, a uno de mis primos se le pasó el tiempo y fue a la casa de sus suegros a pedir la mano de su esposa cuando ya tenía dos chamacos. Mi mamá fue comisionada por el papá de mi primo para hacer la petición de mano porque era maestra y tenía facilidad de palabra . Hicimos una caravana seguidos de una banda de música hasta el pueblo vecino. Cuando llegamos mi mamá hizo la petición de mano y obviamente que los "futuros suegros" no se negaron a entregar a su hija. El día de la boda dieron mole de comer y alguien regaló un pastel muy grande. Nunca había visto tanta gente tan borracha. La gente tomó cerveza y cuando se acabó el licor tomaron agua porque se acabaron hasta los refrescos. Como al pastel lo colocaron a la intemperie cerca de un establo, lo recuerdo blanco poblado de infinidad de moscas que parecía que estaba cubierto de pasas. A mi no se me antojó el pastel, pero a la gente no le importó el detalle de las moscas. Se lo comieron como si nada.
Al poblado donde tenía su casa mi abuelita materna invité una vez a una de mis primas de la ciudad a que conociera el terruño. No tenía ninguna experiencia en el campo y como tenía que hacer del baño le sugerí que se dirigiera cerca de un corral y allí hiciera sus necesidades fisiológicas. Sin embargo no le comenté que se cuidara de los marranos que ayudan en el campo a limpiar el ambiente de materia fecal. Mi prima como pudo hizo del baño y cuando apenas se subía los calzones los cerdos se abalanzaron a lo que había depositado en el suelo y casi la tiran. Aterrada llegó conmigo y me quiso abrazar queriendo buscar consuelo. Yo le dije con educación: lo primero es lo primero. Lávate las manos por favor y luego hablamos. Cuando regresamos a la casa no me dirigió la palabra y hasta ahora no lo hace porque me culpa de haberla llevado al rancho
Ya en el poblado donde vivía mi abuelita paterna una vez, yo solo fui a la casa de mi tío Rubén. Él era el músico favorito del pueblo y tocaba con su saxofón la música vernácula de aquellos tiempos. En mis oídos todavía resuena una melodía de Julio Jaramillo que decía: "te puedes ir a donde quieras, con quien tú quieras te puedes ir, pero el divorcio porque es pecado no te lo doy. En la capilla del señor cura juraste amarme toda la vida..." Y como no había nadie en su casa y teníamos su confianza me subí a un tecorral y me pareció interesante bajar al patio. Él tenía unas "agrestes" gallinas custodiadas por un feroz gallo que las cuidaba a capa y espada. Como yo no tenía experiencia con ese tipo de animal, decidí no acercarme a él y enfoqué mis baterías en unos bonitos pollitos que buscaban gusanos debajo de unas piedras. Un grande error cometí. Al agarrar un emplumado para acariciarlo, la mamá de los pollitos soltó la voz de alarma y fui atacado por el jefe de esa tribu que primero me correteó y luego me atacó con feroces picotazos que no me dañaron los ojos pero si todo mi adolorido cuerpo. En pocas palabras me vareó tan feo que una de mis tías curó con alcohol mis heridas y me dijo: no te metas con el gallo Avelino porque es bravo el condenado.
Quiero contarles que en el cobertizo de mi tío Rubén había una caja de muerto de madera forrada con tela de color gris. Mis tíos paternos una vez que mi abuelita estuvo muy enferma pensaron que se iba a morir y la compraron en Iguala. Afortunadamente mejoró su salud y para que no se espantara la guardaron en esa casa para que la utilizaran años después. Mis hermanos y yo veíamos la caja de muerto con miedo, pero yo tenía un tío, que se había casado con una hermana de mi papá que era muy osado. Una vez para hacer emocionante la visita se acostó en la caja y nos pidió que cerráramos la tapa y la claváramos para hacer más emocionante el momento. No quisimos hacerlo y él no se molestó. Solamente recuerdo que cuando abrimos la caja, minutos después, el estaba muy sudado y nos dijo que se le había agotado el aire allí adentro.
Quiero hablar un poco de mi abuelo paterno. El tuvo dos hermanos. A uno lo conocí y al otro no, pero me pusieron su nombre. Supe que viajo muy joven a la ciudad de México y nunca regresó. En recuerdo de él llevo su nombre, aunque mi santo es Mario y también Esteban. No me pusieron el nombre de Mario porque en el pueblo donde nací a una persona con ese nombre le decían el perro y entonces como yo estaba chiquito y sería el segundo con ese nombre me llamarían "el perrito" y Esteban tampoco porque a esa persona le decían Serapio y ya adivinaron como me llamarían a mi.
Mi abuelo aunque era enojón era muy buena persona. En las vacaciones ensillaba los caballos y nos llevaba a conocer sus propiedades. Eran tantas y tan grandes que me atreví a decirle que era un hombre muy rico. El me contestó una tarde : "malaya hijo, que regran parió".
Un día regresando de un periplo, mi abuelo nos llevó a cortar ciruelas a un árbol de una casa de unos conocidos suyos. Cuando arribamos al corral de esa casa salieron unas muchachas que nos trataron con mucho cariño. Nos dieron agua de tomar y hasta nos cargaron para cortar las sabrosas frutas. Cuando llegamos a la casa de mi abuelita nos preguntaron mis padres a donde habíamos ido de paseo. Nosotros les contamos la verdad y salimos regañados. Resulta que mi abuelito nos llevó a la casa de su quelite y las chicas que nos atendieron efusivamente eran sus hijas y nuestras desconocidas tías. Después que nos enteramos quienes eran ni modo de devolver las ciruelas.
Al poblado donde tenía su casa mi abuelita materna invité una vez a una de mis primas de la ciudad a que conociera el terruño. No tenía ninguna experiencia en el campo y como tenía que hacer del baño le sugerí que se dirigiera cerca de un corral y allí hiciera sus necesidades fisiológicas. Sin embargo no le comenté que se cuidara de los marranos que ayudan en el campo a limpiar el ambiente de materia fecal. Mi prima como pudo hizo del baño y cuando apenas se subía los calzones los cerdos se abalanzaron a lo que había depositado en el suelo y casi la tiran. Aterrada llegó conmigo y me quiso abrazar queriendo buscar consuelo. Yo le dije con educación: lo primero es lo primero. Lávate las manos por favor y luego hablamos. Cuando regresamos a la casa no me dirigió la palabra y hasta ahora no lo hace porque me culpa de haberla llevado al rancho
Ya en el poblado donde vivía mi abuelita paterna una vez, yo solo fui a la casa de mi tío Rubén. Él era el músico favorito del pueblo y tocaba con su saxofón la música vernácula de aquellos tiempos. En mis oídos todavía resuena una melodía de Julio Jaramillo que decía: "te puedes ir a donde quieras, con quien tú quieras te puedes ir, pero el divorcio porque es pecado no te lo doy. En la capilla del señor cura juraste amarme toda la vida..." Y como no había nadie en su casa y teníamos su confianza me subí a un tecorral y me pareció interesante bajar al patio. Él tenía unas "agrestes" gallinas custodiadas por un feroz gallo que las cuidaba a capa y espada. Como yo no tenía experiencia con ese tipo de animal, decidí no acercarme a él y enfoqué mis baterías en unos bonitos pollitos que buscaban gusanos debajo de unas piedras. Un grande error cometí. Al agarrar un emplumado para acariciarlo, la mamá de los pollitos soltó la voz de alarma y fui atacado por el jefe de esa tribu que primero me correteó y luego me atacó con feroces picotazos que no me dañaron los ojos pero si todo mi adolorido cuerpo. En pocas palabras me vareó tan feo que una de mis tías curó con alcohol mis heridas y me dijo: no te metas con el gallo Avelino porque es bravo el condenado.
Quiero contarles que en el cobertizo de mi tío Rubén había una caja de muerto de madera forrada con tela de color gris. Mis tíos paternos una vez que mi abuelita estuvo muy enferma pensaron que se iba a morir y la compraron en Iguala. Afortunadamente mejoró su salud y para que no se espantara la guardaron en esa casa para que la utilizaran años después. Mis hermanos y yo veíamos la caja de muerto con miedo, pero yo tenía un tío, que se había casado con una hermana de mi papá que era muy osado. Una vez para hacer emocionante la visita se acostó en la caja y nos pidió que cerráramos la tapa y la claváramos para hacer más emocionante el momento. No quisimos hacerlo y él no se molestó. Solamente recuerdo que cuando abrimos la caja, minutos después, el estaba muy sudado y nos dijo que se le había agotado el aire allí adentro.
Quiero hablar un poco de mi abuelo paterno. El tuvo dos hermanos. A uno lo conocí y al otro no, pero me pusieron su nombre. Supe que viajo muy joven a la ciudad de México y nunca regresó. En recuerdo de él llevo su nombre, aunque mi santo es Mario y también Esteban. No me pusieron el nombre de Mario porque en el pueblo donde nací a una persona con ese nombre le decían el perro y entonces como yo estaba chiquito y sería el segundo con ese nombre me llamarían "el perrito" y Esteban tampoco porque a esa persona le decían Serapio y ya adivinaron como me llamarían a mi.
Mi abuelo aunque era enojón era muy buena persona. En las vacaciones ensillaba los caballos y nos llevaba a conocer sus propiedades. Eran tantas y tan grandes que me atreví a decirle que era un hombre muy rico. El me contestó una tarde : "malaya hijo, que regran parió".
Un día regresando de un periplo, mi abuelo nos llevó a cortar ciruelas a un árbol de una casa de unos conocidos suyos. Cuando arribamos al corral de esa casa salieron unas muchachas que nos trataron con mucho cariño. Nos dieron agua de tomar y hasta nos cargaron para cortar las sabrosas frutas. Cuando llegamos a la casa de mi abuelita nos preguntaron mis padres a donde habíamos ido de paseo. Nosotros les contamos la verdad y salimos regañados. Resulta que mi abuelito nos llevó a la casa de su quelite y las chicas que nos atendieron efusivamente eran sus hijas y nuestras desconocidas tías. Después que nos enteramos quienes eran ni modo de devolver las ciruelas.
Casi al término de las vacaciones visitamos un lugar que se llama Machito de las Flores. Para llegar y aprovechar el día, salíamos de la casa de nuestros abuelos en la madrugada y llegábamos al lugar a la hora del desayuno. Todavía recuerdo el rústico poblado que olía a humo de la leña y el aroma que despedían los ricos guisados que hacían las señoras en sus improvisadas cocinas. El lugar del que les hablo es bendecido por Dios ya que ahí nace un bello manantial de aguas cristalinas que es muy socorrido por los turistas. Como era muy inquieto, quise saber si en las posas de agua había peces y me asomé queriendo ver a estos seres acuáticos en su habitat, sin embargo caí cuando largo soy en las aguas y pesqué un fuerte resfriado del que no quiero acordarme.
Víctima de la gripa que me gané sin comprar billete y de una bacteria que agarré en el vagón del tren al regresar de vacaciones, sufrí de una fuerte infección que llegó a reventarme un oído. Como ya no teníamos dinero, porque pagamos los boletos del tren, a falta de medicinas, mi madre me curó con unos jitomates que calentó en un comal sin que hayan menguado la "malograda" enfermedad ni los fuertes dolores. El pensamiento mágico también se hizo presente en la supuesta cura ya que mi adorada madre hizo que me cubriera la cabeza con un paliacate rojo para que el padecimiento se fuera sin complicaciones pero el subterfugio no obtuvo el éxito deseado.
En la improvisada cocina que teníamos en la casa de la Colonia Carolina mi madre improvisó un comal y ahí cuando tenía tiempo nos hacía tortillas a mano. Para calentarlo usaba leña y a veces porque la madera no se prestaba para hacer lumbre producía mucho humo. Una vez estando con mi madre en la cocina le dihe: este momento se parece al que tuvieron el rey poeta Nezahualcóyotl con su madre. Mi mamá se me quedó viendo y lo le dije : si, no te acuerdas del poema. Ella me pregunto: cuál Le contesté el del libro. Cómo no te acuerdas te lo voy a recitar. La mire y le dije: madre mía cuando me muera entierame junto a tu hoguera y cuando vayas a hacer las tortillas allí llora por mi, si alguien te Pregunta por qué lloras contestarles Est muy verde la leña y tanto humo me hace llorar.
Después de esa recitación siempre que veía a mi madre cocinar le declane esa poesía.
En resumen, en las vacaciones en el campo emulé a los antiguos recolectores de frutos, a los cazadores y a los pescadores de la prehistoria, y en la ciudad a los pobladores sedentarios en su forma de vivir.
Víctima de la gripa que me gané sin comprar billete y de una bacteria que agarré en el vagón del tren al regresar de vacaciones, sufrí de una fuerte infección que llegó a reventarme un oído. Como ya no teníamos dinero, porque pagamos los boletos del tren, a falta de medicinas, mi madre me curó con unos jitomates que calentó en un comal sin que hayan menguado la "malograda" enfermedad ni los fuertes dolores. El pensamiento mágico también se hizo presente en la supuesta cura ya que mi adorada madre hizo que me cubriera la cabeza con un paliacate rojo para que el padecimiento se fuera sin complicaciones pero el subterfugio no obtuvo el éxito deseado.
En la improvisada cocina que teníamos en la casa de la Colonia Carolina mi madre improvisó un comal y ahí cuando tenía tiempo nos hacía tortillas a mano. Para calentarlo usaba leña y a veces porque la madera no se prestaba para hacer lumbre producía mucho humo. Una vez estando con mi madre en la cocina le dihe: este momento se parece al que tuvieron el rey poeta Nezahualcóyotl con su madre. Mi mamá se me quedó viendo y lo le dije : si, no te acuerdas del poema. Ella me pregunto: cuál Le contesté el del libro. Cómo no te acuerdas te lo voy a recitar. La mire y le dije: madre mía cuando me muera entierame junto a tu hoguera y cuando vayas a hacer las tortillas allí llora por mi, si alguien te Pregunta por qué lloras contestarles Est muy verde la leña y tanto humo me hace llorar.
Después de esa recitación siempre que veía a mi madre cocinar le declane esa poesía.
En resumen, en las vacaciones en el campo emulé a los antiguos recolectores de frutos, a los cazadores y a los pescadores de la prehistoria, y en la ciudad a los pobladores sedentarios en su forma de vivir.
viernes, 4 de enero de 2019
El ingenioso escolar
PALABRAS PRELIMINARES
Quiero decirles que fui el tercero de cuatro hermanos: el más travieso, según los que me conocieron; el más independiente, por los azares del destino; y en quien recayó contar sus cuitas y satisfacciones.
En principio, pensé que las cigüeñas traían a los niños de París, creí ciegamente en los Santos Reyes, confundí la grandeza de espíritu con el tamaño e imaginé que en la sala del cine los actores y la escenografía estaban atrás de la pantalla.
Cuando nació mi hermana me dijeron que saliera a asomarme al cielo a que viera como la traía y la bajaba la zancuda; al escuchar su llanto entré a la casa y me afirmaron que la cigüeña había entrado por la ventana trasera de la casa.
La noche anterior al día de Los Santos Reyes miraba al cielo y quería ver a Gaspar, Melchor y Baltazar andar en su caballo, en su camello y en su elefante y sólo vi un espectáculo maravilloso de constelaciones y estrellas fugaces.
A mi padre le preguntaba si Dios era tan grande como la distancia de la casa al mercado; yo le decía: papá, dios es tan grande como de aquí al mercado y mi padre me contestaba: "más grande hijo, más grande", pero nunca me aclaró que la grandeza de Dios era espiritual y que la concepción que teníamos de él no tenía nada que ver con su tamaño.
Cuando iba los domingos a la matiné al cine Alameda, al terminar la función, me asomaba atrás de la superficie sobre la que se proyectaban las imágenes cinematográficas para ver a los actores pero no veía absolutamente nada.
De niño cuando veía que alguien reñía me ponía triste porque a la vida la he considerado tan hermosa que no debe caber la violencia en ella, cuando alguien reía pensaba que esa persona era completamente feliz, porque para mi la felicidad era un estado de plenitud y cuando veía que alguien lloraba yo pensaba que se había acabado el mundo para todos.
El pensamiento mágico y el idealismo para mi eran la misma cosa. Confundí el mundo irreal con la visión de un universo mejor y así transcurrió mi vida hasta que comprendí que la fantasía existe en la imaginación y que ésta nos ayuda a cambiar la realidad si somos ingeniosos.
Primero conté a las personas, luego las cosas y finalmente lo que ha pasado en mi vida. Yo contaba a los miembros de mi familia y decía : mamá, papá, Valo, Millo, la niña y yo. Luego aprendí a enumerar y darle valor a las cosas, principalmente en la escuela; la catástrofe era el número cinco y la alegría el número diez de calificación. Y contar lo que me ha sucedido, ahora lo sé, no tiene precio.
EL INGENIOSO ESCOLAR
El resplandor de los inolvidables tiempos de mi pasado me permite ver una casita, arriba de una loma que domina un río, una huerta de mangos petacones que eran una delicia y una exquisita agua de limón que sin azúcar mitigaba a los calores de la cuaresma. Mi padre, había regresado de su duro jornal, descansaba del agotador día, dio un trago al agua que le supo a gloria y miró el corredor poblado de macetas rebozantes de bugambilias moradas y de abejas que se agolpaban sobre ellas y bebían la savia miel que llenaría las colmenas que cultivaba mi madre. Afuera un tecorral, semidestruido por el descuido, iba a ser mudo testigo de la trascendental conversación que iban a tener mis amados padres. Yo dormía la siesta junto con mis hermanos adentro de la estancia que servía de dormitorio mientras ellos entablaban aquella platica que repercutiria en mi futuro.
Hazme caso, Victor, le dijo mi madre. Aquí no hay escuelas para tus hijos, ni trabajo que nos mantenga ni nada que se le parezca. Tu trabajas a medias la huerta de tu hermano, siembras mucho y cosechas poco por falta de abono, mejor vámonos a Cuernavaca. Quizás allá la hagas de algo. Yo tengo terminada la secundaria y puedo mientras trabajar de maestra en una escuela particular. Tu puedes emplearte en una granja de pollos o en una tienda de vendedor. Con la primaria que terminaste puedes conseguir trabajo.
Mi padre calló. No se le daba el argumento, ni lo tenía. Separarse de la tierra era un duro golpe para el. En ese lugar que se llamaba la Primavera había pasado parte de su niñez y de su vida matrimonial. Le gustaba el campo, comer frutas silvestres y disfrutar de la libertad gozando el aire sin polucion y en Cuernavaca quien sabe como la pasaría.
Pero que me dices Victor, no te quedes pensando, repuso mi madre.
Esta bien le contesto mi padre. Quizá sea lo mejor. Los Michos el otro día me buscaron bronca allá por Apango y no sería mala idea hacerte caso.
Apango era un poblado vecino al rancho de la primavera. Yo había nacido allá en la montaña y como mis padres no me habían registrado le pidieron a mi tío Moisés que me consiguiera el acta de nacimiento diciendo que yo había nacido en Apango.
Apango apenas alcanzaba la categoría de pueblo porque no tenía ni calles ni luz eléctrica. Las casas estaban perimetradas por palos de huizache y alambre de púas. Las casas eran muy humildes y los techos eran de paja. Sus habitantes no tenían inconveniente en negar que yo había nacido allí porque les convenía tener más gente registrada que les ayuda a a obtener apoyos del gobierno.
Mi padre continuó la conversación con mi madre. Le contó que los Michos habían sacado la pistola para amenazarlo y el sacó la suya. Así como estaban las cosas era mejor emigrar no fuera que hubiera huérfanos de un lado y otro lado. Además Apango perdería los apoyos y se haría un escándalo que enlutaria la región.
Mi padre le dijo a mi madre:
Mira Nacha, está bien, lo que sugieres es lo mejor para mis hijos, para ti y para mi. Dame diez días para que corte el mango que más pueda. Mi compadre Trinidad no se opondrá a que coseche la mayor cantidad de cajas. Entenderá que es la parte que me toca y hasta me dará unos centavos que todavía me debe. Con ese dinero podremos irnos y aguantar el tiempo hasta que tengamos trabajo en Cuernavaca.
Mi madre sonrió y el resto de la historia se los contaré.
Yo tenía tres meses de edad cuando llegué a Morelos. Mi madre me traía en sus brazos y mi padre se encargaba de mis otros dos hermanos. Llegamos por la noche a Cuernavaca, dormimos en el suelo en la terminal de autobuses y al otro día mi papá consiguió una casa un poco lejos del Colegio Minerva donde trabajaría mi madre.
Mi padre se empleo en una granja de pollos por el rumbo de alta Palmira y se hizo amigo del dueño. Este le regaló unas cobijas y una mesa de madera y con estos enseres empezamos a vivir no sin grandes penurias.
La primer casa en donde vivimos estaba en la colonia La Cordobesa y allí llegó a apoyarnos mi abuelita meses después.
De los siguientes tramos de mi vida recuerdo, con infinita nostalgia, otras estampas doradas de mi niñez y al memorable Jardín de Niños Federico Froebel que me acogió amorosamente y que marcó una huella indeleble en mi devenir escolar.
De aquellos tiernos episodios de mis andanzas infantiles, permanecen cautivas en mi memoria las cándidas alegrías que me daban las idas a la tradicional Feria de Tlaltenango, los mandados a la tienda que repercutían en la compra y disfrute de golosinas , los juegos en los que participábamos mis hermanos y yo y la lectura de entretenidas revistas infantiles.
El juego de canicas, la lotería, el tiro al blanco con rifles de municiones y subirme a la rueda de la fortuna y a los caballitos eran parte de mi diversión en la feria que con carácter anual organizaban las autoridades locales. Comprar y comer los sabrosos bombones y las galletas de animalitos que vendían en la tienda "La pajarera", endulzaban mi alma junto con los versos de la canción alusiva a ese establecimiento comercial, que saludaban la llegada de la " Primavera estación cariñosa, donde alegres cantaban las aves vamos pues mi querida Rosita escuchar estos dulces cantares". Jugar con mis hermanos en el callejón a todas horas llenaba mi espíritu de dicha inconmensurable porque nos divertíamos a nuestras anchas ya que no circulaban coches por ahí. Y enterarme de las interesantes aventuras que protagonizaban Memín Pingüín, Kalimán, el Santo, Fantomas La amenaza elegante, y Batman y Robin, a través de las revistas que compraba o conseguía prestadas mi hermano mayor.
A la feria iba acompañado por mis padres y mis hermanos. A veces se unían a nosotros amigos de la familia que vivían en la misma vecindad. Uno de ellos, Ramos, se ganó una vez un premio en el tiro al blanco y nos los regaló llenándonos de contento; la enorme alcancía, con forma de cochino enhiesto, la colocamos victoriosa en una repisa de la casa como un homenaje al triunfo sobre las adversidades.
A la feria íbamos de noche y como se celebraba año tras año en la temporada de lluvias llegábamos empapados a nuestra casa que se hallaba en un terreno con mucho desnivel; descendíamos con mucho cuidado por una empinada escalera y luego que abríamos la puerta de entrada de nuestro hogar teníamos que bajar tres escalones que nos conducían a una gran sala donde se hallaban integrados el comedor, la cocina, la recámara y un baño completo. No teníamos muchos muebles; a lo sumo una ancha y larga mesa de madera que servía de comedor, seis sillas de madera, dos camas, una pequeña estufa, una licuadora, un viejo radio y un quinqué que funcionaba con petróleo. Limitaba la sala una cortina que cubría un gran cancel desde donde se veía un piano abandonado que nunca pude tocar y que pertenecía al dueño de la casa que también era director de una orquesta. Lo que no me gustaba de vivir en esa casa era que a lo largo de los escalones por los que descendíamos para llegar a la puerta de la entrada había unas macetas que pendían de la cornisa y que escurrían agua sobre nuestras cabezas en la temporada de lluvias, que contaba con dos tragaluces que apenas permitían el paso de la luz del sol y que cobraban muy cara la renta; de eso me daba cuenta porque mi madre sufría para juntar el pago de doscientos cincuenta pesos mensuales que en ese tiempo era mucho dinero. Sus manos apretujaban los billetes cuando le cobraban el alquiler de la casa y yo la veía sufrir cuando se despojaba del dinero que ganaban mis padres muy difícilmente.
A comprar a la tienda íbamos solos. Era la oportunidad que teníamos para pellizcarle un poquito al dinero que llevábamos y con eso nos comprábamos un bombón de cinco centavos o un dulce del mismo precio. Una vez mi hermano fue a comprar las tortillas y regresó a la casa sin comprar nada. Mi madre le preguntó que había pasado y el le contestó que el billete de cinco pesos que le había dado para comprar lo había perdido en el camino.
Recuerdo que mi mamá lo miro enojada y le preguntó :
_dónde están las tortillas. Él le contesto: _no las traigo porque se me perdió el dinero.
Yo sabía que mi hermano no mentía y menos en asunto de dinero. El quería llorar y recalcó :
_ ya me di varias vueltas y no lo encuentro. Me regresé desde la tortillería , caminé por el callejón y no está el billete por ningún lado.
Naturalmente que me ofrecí a ir en búsqueda del dinero, miré atento al suelo, me fui por el recorrido que hizo mi hermano y tuve la suerte de encontrarlo en la banqueta de la Avenida Morelos al lado de un poste. Todavía me acuerdo que el billete estaba doblado y que había sido ignorado por los andantes. Estaba visible y nadie lo recogió porque en ese entonces muy poca gente caminaba por la calle y nadie se imaginó que a alguien se le cayera un billete de esa denominación.
Nosotros jugábamos a ser los héroes de las tiras cómicas. Nos amarrábamos a la espalda toallas de baño a manera de capas y corríamos en el callejón persiguiendo y enfrentando maleantes imaginarios que atrapábamos y entregábamos a la supuesta policía encarnada por alguno de los participantes.
Yo me aproximé a la lectura por mi hermano mayor. El estudiaba en segundo de primaria y se daba el lujo de leer las historietas cómicas y de aventuras de la época. Se acostaba en la cama, cruzaba un pie sobre el otro, se emocionaba cuando los héroes de los cómics realizaban una hazaña y arrojaba el cuento cuando quería leer otro. Como a mi me interesaban sus contenidos me leyó una ocasión la revista de Memín Pingüín pero como ya la había leído antes y conmigo la había leído ya dos veces, ya no quiso seguirme leyendo otros cuentos y me dijo molesto:
_Si quieres saber que dicen los cuentos aprende a leer.
Él ya presagiaba que yo tenía que ir a la escuela.
Otros imborrables recuerdos que guardo en lo profundo de mi corazón eran cuando mis amados padres me dejaban en el jardín de niños y la tristeza que sentía cuando regresaban a nuestra casa del callejón de Tlaltenango; cuando los perdía de vista, entraba apesadumbrado al salón de clases, me sentaba solitario en mi añoso pupitre y dibujaba casitas iluminadas por el sol, rodeadas de árboles y de jardines llenos de geranios y alhelíes.
De mi jardín de niños rememoro los lunes de cada semana en los que la profesora de música tocaba magistralmente un enorme piano, en el proscenio que estaba a un lado de la entrada del plantel, mientras mis inolvidables condiscípulos y yo entonábamos solemnemente los bellos cantos a la patria. Nuestra alma mater, aunque no fue construida exclusivamente para uso educativo, funcionaba muy bien. La escuela edificada a unos pasos de la Iglesia de Tlaltenango, tenía un amplio corredor y a los lados había pequeñas secciones que albergaban los tres grados de instrucción preescolar, una iluminada dirección donde atendían cortésmente a los padres de familia y al fondo la temida bodega que a veces servía de cuarto de reclusión para los niños que tenían mal comportamiento. Afuera un patio sin pavimentar contrastaba con un teatro al aire libre digno de Hamlet o de Plácido Domingo.
Una patriótica mañana, simultáneamente con nuestros infantiles cantos, el dueño de una modesta petrolería, que estaba junto a la tienda "La Pajarera" y a unos pasos de la plazuela de Tlaltenango, tocó pausadamente el timbre de la entrada principal. La distraída conserje, ajena a la solemne celebración, le abrió la pequeña puerta y el señor, que vendía el oro negro, ingresó marcialmente por un amplio andador que conectaba directamente a la dirección escolar; caminó regiamente y, como iba vestido con pulcritud, lo confundí ingenuamente con uno de los mejores presidentes que ha tenido nuestro amado México. Por lo solemne del acto empaté rítmicamente sus pasos al Corrido del petróleo que entonábamos en honor de Don Lázaro Cárdenas del Río y canté aún con mayor fuerza creyendo ciegamente que el distinguido visitante era el notable prócer que expropió patrióticamente la industria petrolera en mil novecientos treinta y ocho. Todavía recuerdo el alegre canto: "Fecha de inmensa alegría aquí empieza va empezando, novecientos treinta y ocho el día dieciocho de marzo. Cárdenas, por los obreros Cárdenas por la justicia conquistó para la patria manejar su economía", y me muero de la risa y resbala una justificada lagrimita por mi mejilla al recordar aquellos perennes momentos de tierna confusión.
Episodios análogos tuve muchos. A mi no me gustaba ir al kinder porque en las mañanas mi adorada madre prendía el viejo radio de color café que teníamos, en una conocida frecuencia radiofónica donde había un famoso programa que despertaba sin misericordia a los niños dormilones. Recuerdo que empezaba así: "La azteca ( se escuchaba un ruido de una maquinita y el pitido del ferrocarril), la fábrica de chocolates en México presenta a: Cri, Cri. Luego escuchábamos," quién es ese que anda ahí, es Cri Cri, es Cri Cri y quién es eese seeeñoor, eeel griilliiiitoo caaantooor". Y sopas, entenderán que después de escucharlo decenas de veces, no quería despertar, ni mucho menos ir a la escuela, por lo que me tapaba con la almohada mi cabeza, para no escuchar aquel preámbulo al patíbulo. Mi madre al ver que no nos parábamos de la cama nos decía: _Levántense flojos es hora de ir a la escuela, ya esta el desayuno listo_ y hacía funcionar la licuadora para que con su ruido no nos quedara de otra y nos despojáramos de las cobijas.
Para no ir a la escuela inventé algo genial. Le dije a mi recordado padre que no quería ir a la escuela porque un cuico, o sea un policía de tránsito, que hace muchos años también se le llamaba tamarindo, me miraba feo cuando entraba al jardín de niños. Mi padre que sabía para donde iba yo, me recomendó insistentemente que cuando fuera acompañado por él le dijera quien era el malvado policía que me molestaba para reclamarle. Nunca se lo dije, aunque persistió varias veces, porque era una pequeña mentirilla para lograr mi infantil propósito y como no gocé del éxito anhelado no tuve otra alternativa que seguir yendo inconforme a la escuela. Todavía escucho las palabras de mi padre:
_Quién es el policía que te mira feo_ Yo le contestaba: hoy no vino. Luego me recalcaba: _Cuando yo te traiga, me dices quien es.
En aquellos maravillosos años mis padres para compensar la carga académica que teníamos en la escuela nos llevaban los domingos a pasear a un placentero lugar que le llamábamos La Bajadita. El sitio estaba en la Avenida San Jerónimo cerca de la calle General Manuel Ávila Camacho nombrada así en honor del Presidente Caballero, oriundo de Teziutlán , Puebla y alumno de don Antonio Audirac, fundador del famoso y reconocido Liceo Teziuteco. Descendíamos por una calle pavimentada y deteníamos nuestro andar en una verde llanura donde jugábamos futbol y comíamos lo que llevábamos de provisiones. Nuestra felicidad terminaba cuando era la hora de regresar a nuestra triste realidad y prepararnos en la noche para ir al otro día a la escuela.
Como siempre fui de respuesta inmediata, me encantaba resolver rápidamente los problemas que se presentaban sin andarme por las ramas y di la errónea impresión, en el tercero de preescolar, que no aprendería a leer y mucho menos a escribir. Les cuento: resulta que mi maestra aplicó puntualmente el Test de Lorenzo Filho, que medía la madurez y la aptitud de los niños en edad de escribir, y para darle realce a la objetiva prueba mandó traer a mi mamá para que fuera testigo de mis avances en materia de hacer palitos y de mis habilidades mentales. La experta señorita me dio instrucciones precisas. Tenía que recortar en un papel una línea curva y otra quebrada. Como a mi entender era muy largo el recorrido, acorté inapropiadamente la redonda y la zigzagueante trayectoria sin seguir las líneas marcadas en la prueba y la maestra sin conocerme a cabalidad recomendó tajantemente a mi madre que yo repitiera nuevamente el tercer grado del jardín de niños porque en su sabia opinión no estaba apto para ingresar al siguiente nivel educativo. Cuando termine el examen la maestra sacó una pluma de su bolsa. Palomeo las respuestas correctas y se lo enseño a mi madre. Le dijo estando yo presente:
_como verá su hijo no da una. Le he hecho la lucha. Le pongo a hacer palitos, que recorte figuritas pero no me hace caso. Yo le sugiero que lo traiga el próximo año al jardín de niños para que veamos que podemos hacer por él.
En aquel momento mi mamá no dijo nada. Cuando salimos de la escuela me miró y me recomendó: _hijo no hagas las cosas a tu antojo.
Para no ir a la escuela inventé algo genial. Le dije a mi recordado padre que no quería ir a la escuela porque un cuico, o sea un policía de tránsito, que hace muchos años también se le llamaba tamarindo, me miraba feo cuando entraba al jardín de niños. Mi padre que sabía para donde iba yo, me recomendó insistentemente que cuando fuera acompañado por él le dijera quien era el malvado policía que me molestaba para reclamarle. Nunca se lo dije, aunque persistió varias veces, porque era una pequeña mentirilla para lograr mi infantil propósito y como no gocé del éxito anhelado no tuve otra alternativa que seguir yendo inconforme a la escuela. Todavía escucho las palabras de mi padre:
_Quién es el policía que te mira feo_ Yo le contestaba: hoy no vino. Luego me recalcaba: _Cuando yo te traiga, me dices quien es.
En aquellos maravillosos años mis padres para compensar la carga académica que teníamos en la escuela nos llevaban los domingos a pasear a un placentero lugar que le llamábamos La Bajadita. El sitio estaba en la Avenida San Jerónimo cerca de la calle General Manuel Ávila Camacho nombrada así en honor del Presidente Caballero, oriundo de Teziutlán , Puebla y alumno de don Antonio Audirac, fundador del famoso y reconocido Liceo Teziuteco. Descendíamos por una calle pavimentada y deteníamos nuestro andar en una verde llanura donde jugábamos futbol y comíamos lo que llevábamos de provisiones. Nuestra felicidad terminaba cuando era la hora de regresar a nuestra triste realidad y prepararnos en la noche para ir al otro día a la escuela.
Como siempre fui de respuesta inmediata, me encantaba resolver rápidamente los problemas que se presentaban sin andarme por las ramas y di la errónea impresión, en el tercero de preescolar, que no aprendería a leer y mucho menos a escribir. Les cuento: resulta que mi maestra aplicó puntualmente el Test de Lorenzo Filho, que medía la madurez y la aptitud de los niños en edad de escribir, y para darle realce a la objetiva prueba mandó traer a mi mamá para que fuera testigo de mis avances en materia de hacer palitos y de mis habilidades mentales. La experta señorita me dio instrucciones precisas. Tenía que recortar en un papel una línea curva y otra quebrada. Como a mi entender era muy largo el recorrido, acorté inapropiadamente la redonda y la zigzagueante trayectoria sin seguir las líneas marcadas en la prueba y la maestra sin conocerme a cabalidad recomendó tajantemente a mi madre que yo repitiera nuevamente el tercer grado del jardín de niños porque en su sabia opinión no estaba apto para ingresar al siguiente nivel educativo. Cuando termine el examen la maestra sacó una pluma de su bolsa. Palomeo las respuestas correctas y se lo enseño a mi madre. Le dijo estando yo presente:
_como verá su hijo no da una. Le he hecho la lucha. Le pongo a hacer palitos, que recorte figuritas pero no me hace caso. Yo le sugiero que lo traiga el próximo año al jardín de niños para que veamos que podemos hacer por él.
En aquel momento mi mamá no dijo nada. Cuando salimos de la escuela me miró y me recomendó: _hijo no hagas las cosas a tu antojo.
Como en esos años y todavía ahora no se hacen exámenes de admisión para entrar al nivel básico, después de que participé elegantemente ataviado, en el memorable baile de graduación del jardín de niños, acompañado por mi madrina Eugenia quien me regaló un divertido juego de boliche y me invitó a ir de vacaciones a su casa en la Colonia Altapalmira, ingresé sin obstáculos a la primaria donde aprendí a leer, a escribir y hacer cuentas de la mano de mi dedicada maestra Elena quien me dio primero y segundo de primaria.
A mi querida maestra Elena le quedé a deber el regalo del día del maestro, un quince mayo de mil novecientos sesenta y siete, por lo que ahora les voy a comentar. El día anterior a esa fecha, era domingo, mi madre nos llevó esa soleada tarde a una fábrica de cerámica que estaba en un terreno en la Colonia San Jerónimo. En aquellos años era muy común que los niños les regalaran a sus maestros jabones y mi madre quiso salirse de esa costumbre y por eso nos llevó allí. Mis hermanos y yo escogimos una pieza de cerámica para regalarla a nuestros maestros. Yo escogí una alcancía con forma de puerco que envolví en un pliego de papel de china y la llevé a la escuela. Yo estudiaba el primer grado en la primaria Ignacio Manuel Altamirano en el turno vespertino. Cuando llegué a la escuela dejé mi regalo sobre una banca y esperé hasta que se hiciera la entrega oficial a mi maestra. En un descuido uno de mis compañeritos pasó corriendo a mi lado y tiró accidentalmente el presente al suelo. Sentí frustración y me dieron ganas de llorar porque darle un regalo a tu maestro en aquella época representaba una gran satisfacción. El maestro de escuela era como un segundo padre en el imaginario infantil y la maestra Elena la considerábamos como una segunda madre mis compañeros y yo. Cuando me tocó entregar mi regalo lloré y no tuve el valor de entregar la alcancía rota a mi profesora. La maestra comprendió mi sentir y solidaria me consoló de tal desgracia y mi mamá que también trabajaba ahí me llevó al otro día a comprar otra pieza de cerámica para regalarla a mi maestra.
Aprendí a leer, a escribir y a hacer cuentas en los primeros meses de mi primer año en la escuela primaria. Mucho me ayudaron los imprescindibles libros que imprimía generosamente La Comisión de Libros de Textos Gratuitos porque servían como libros de texto y libros de trabajo. Aquellos hermosos e históricos libros eran una preciosa joya. En el libro de español ejercicios empezábamos nuestro aprendizaje con las vocales hechas en cursiva y script y después seguíamos con las consonantes. La primera lección de lectura decía más o menos así: Oso, ese oso, se asea así, así es ese oso" y sucesivamente con otras letras consonantes. Primero veíamos las sílabas simples y luego las compuestas y aprendíamos a leer y a escribir muy rápido. Quedó atrás el dictamen de mi maestra de tercero de preescolar de que yo no aprendería a leer y a escribir porqué no aprobé el examen de Lorenzo Filho. Y es que revisando el diagnóstico de madurez de ese test realmente debí de haber obtenido un puntaje muy bajo para que la maestra hiciera tal pronóstico, aunque como ya se los comenté a mi me gustaba hacer las cosas bien a la primera oportunidad lo que actualmente se llama hacer las cosas con calidad.
En el segundo grado de primaria se me volvió a presentar un problema con los compañeros traviesos. Un compañero mío tiró un bote de pintura que yo estaba usando para pintar mi banca en el cierre del ciclo escolar. En aquellos años se estilaba que los niños pintáramos nuestro mueble de trabajo antes de la fiesta de clausura de cursos. Y como comprenderán un sector del patio pavimentado de la escuela quedó manchado para la posteridad con pintura de esmalte sintético y yo obtuve un fuerte regaño que no me correspondía aunado a las manchas de pintura que quedaron en mis manos porque no tenía aguarrrás para limpiármelas.
Cuando terminé mi segundo año de primaria mudamos nuestra residencia a la Colonia La Carolina. Nos instalamos en una casa rústica hecha con madera que tenía techo de lámina de cartón. El objetivo de mis padres era ahorrarse la renta y con ese dinero construir una casa en una colonia de reciente creación al oriente de la ciudad. De la Colonia Carolina íbamos a Tlaltenango a estudiar. Vivíamos en la calle Rubén Dario en el número trecientos once y una de mis tareas era ir por un primo que vivía en la subida del mercado de la localidad y llevarlo a la escuela de Tlaltenango. Mi primo se llamaba Francisco pero le decíamos Paco. Tenía una pesada mochila y como iba en primer año y era muy chipilon casi siempre le ayudaba con su pesada carga. Cuando yo llegaba a su casa tocaba el timbre muchas veces. Salía mi tía y me decía:
_Espéralo, hijo. Paco está comiendo. Mientras si quieres carga la mochila.
Me entregaba las cosas de Paco y yo esperaba. Paco todavía se lavaba los dientes, iba al baño y hasta entonces salía. El problema con él era que yo navegaba mucho porque el trayecto a pie era muy largo y porque mi primo caminaba despacio. Yo iba al frente y como se me hacía tarde me adelantaba y le gritaba:
_Apúrate Paco que se nos hace tarde.
Y Paco sudoroso y cansado solo respondía a lo lejos:
_Espérame.
Y tenía que correr el pobre chamaco para alcanzarme.
Pasados los años pienso que el precio del préstamo del terreno donde vivíamos era lidiar con Paco y llevarlo a la escuela aparte de que mi mamá fuera su maestra.
Cuando viví en la Carolina yo estudiaba en el turno vespertino y desafortunadamente en la tarde se jugaban las cascaritas de fútbol en la calle. Los partidos de fútbol eran divertidos y peligrosos. Colocábamos dos piedras separadas a manera de portería y empezábamos a jugar. Si veíamos que venía un carro detengamos la pelota y luego continuábamos el juego. Un día me di cuenta que a una compañerita le dolía la cabeza y le dieron permiso de irse a su casa. Al otro día me puse abusado y le dije al maestro que tenía un dolor muy fuerte en la testa. Lo convencí porque tenía la cabeza caliente y me fui a la casa a jugar una divertida cascarita.
En las mañanas de los días hábiles me gustaba trabajar para ganarme unos centavos. Un día se estacionó un autobús de pasajeros en la acera de mi casa y le dije al conductor del pesado camión que me dejara lavar la carrocería y limpiar el interior a cambio de unas monedas. Me dijo que si a condición de que lo hiciera a conciencia y para motivarme a que limpiara por todos los rincones me contó que había escuchado que a un pasajero se le había perdido un anillo de oro. Obviamente que su versión era una mentira para que yo hiciera mejor mi trabajo pero yo no le creí.
Cuando vivíamos en esa casa una vez hice enojar a mi madre de tal manera que me correteó una tarde con un palo para pegarme. Afortunadamente no me alcanzó. Sin embargo como a mí no se me quitó el miedo permanecí arriba de una barda hasta que llegó el perdón. Este consistió en que mi hermano me llevó una concha para que cenara. Como vi que me envió el pan mi querida madre accedí a entrar a la casa pero con reservas. Esperé a que la autora de mis días durmiera para estar completamente seguro de su perdón.
No sin reproche puedo decir que a mi amada madre se le olvidaba cuando la sorprendía haciendo las tortillas en un comal. Yo me acercaba y cariñosamente le decía: "madre mía cuando me muera, entiérrame junto a tu hoguera y cuando vayas a hacer las tortillas allí llora por mi. Si alguien te pregunta por qué lloras contéstale: está muy verde la leña y tanto humo me hace llorar". Mi mamá oyendo la elocuencia de mis palabras, sin emoción me contestaba con mucha seriedad:
_Claro que si hijo.
Yo con banderas desplegadas me retiraba sabiendo que mis palabras creadas por el Rey Poeta Netzahualcóyotl eran un halago para mi madre.
Sufrí mucho en la casa de la colonia Carolina. Una vez que enfermé me recetó el doctor unas inyecciones. En esa época las jeringas y las agujas eran muy grandes. Además mi madre inyectaba y yo veía que para desinfectarlas las hervía. Por esa circunstancia le tenía tanto miedo a las jeringas que en esa oportunidad tuvieron que corretearme en la calle mis padres, mis hermanos y unos vecinos para que pudieran ajusticiarme. Todos gritaban:
_Agárrenlo, agárrenlo que no se escape.
Con una táctica envolvente me cerraban los pasos y me atraparon. Me sujetaron de las manos y de los pies y me llevaron a la casa colgando como si fuera una presa. Me acostaron en la cama y el resto de la historia ya la saben, se impuso la mayoría y acertó la cruel aguja en mi atribulada carne.
En en el tercer año mi suerte cambió. Participé entusiasmado en un bailable nacional en donde los niños agarrábamos el extremo de los rebozos de las niñas y simulábamos que galopábamos en un caballo imaginario. Como mi entrañable compañerita de bailable no tenía rebozo, me las ingenié quitándome el corto cinturón, y troté alegremente con él ante la vista atónita de los incrédulos maestros de la escuela y del público en general. Tan bien me salió la improvisación que propios y extraños aplaudieron mi ingenioso atrevimiento.
En tercer grado también mis compañeritos hicieron una travesura que repercutió en mi estima. Ahora les platico. El maestro de guardia dio la instrucción a la hora de la entrada de que todos los alumnos de cada grupo marcháramos en paso corto a nuestros respectivos salones. Nuestra aula estaba en la segunda planta de la escuela y mis compañeritos "obedientes" siguieron marchando a ese paso por los escalones y por el pasillo que llevaba a nuestro recinto. Imaginarán como se cimbraba el ala del edificio de nuestra escuela y el enojo de mi maestro de grupo cuando se dio cuenta de nuestra acción. Cuando llegó al salón nos pidió amablemente que saliéramos los varones del aula y que nos formáramos por estaturas otra vez en el pasillo para entrar. Estábamos correctamente sentados en nuestros pupitres. El maestro entró al salón, lo saludamos y nos volvimos a sentar en nuestros lugares. El maestro nos ordenó :
_Salgan del salón y espérenme afuera.Formados por estatura como siempre lo hacemos, refutó. Ignorantes de nuestro destino salimos y grande fue nuestra sorpresa de que uno a uno nuestro querido maestro nos dio un tablazo con una regla de madera de una banca. Como yo era hijo de maestra y me sentía privilegiado porque los maestros me regalaban dulces a la hora del recreo me sentí intocable. Sin embargo no fue así. Cuando llegó mi turno mi recordado maestro me dio un tablazo que todavía recuerdo, tanto que treinta años después cuando vi a mi antiguo maestro caminando por la Avenida Morelos recordé su castigo y pensé: maestro Julián si tan solo me hubiera dado dos tablazos cuando era niño hubiera sido mejor ciudadano y hubiera tenido el temple y la lucidez para enfrentar situaciones muy difíciles. Evoqué al Benemérito de las Américas, Benito Juárez" que en su libro "Apuntes para mis hijos", escrito en 1857, pidió a su mentor que le diera con una vara si no se aprendía la lección.
En la Escuela Primaria Federal Ignacio Manuel Altamirano, quien fue el autor de la novela El Zarco y de la Navidad en las Montañas, cursé los tres primeros grados de la primaria. Recuerdo aquellos años porque los maestros vendían los dulces y los refrescos de la cooperativa y me trataban muy bien. Les pagaba mi primer refresco y no me cobraban un centavo. Al segundo refresco les pagaba y ahora si me aceptaban la cantidad. Indudablemente que tenían una muy alta calidad de personas y su hermoso detalle jamás lo olvidaré.
El año de mil novecientos sesenta y ocho a mi madre le ofrecieron la Dirección Escolar de una escuela de nueva creación en Lomas de Atzingo. La invitó la supervisora escolar porque mi mamá era muy trabajadora pero mi mamá no aceptó la encomienda porque no teníamos coche y había que caminar muchos kilómetros. Por esta razón ella siguió trabajando donde estudié mis tres primeros años de primaria. No obstante mis hermanos y yo nos cambiamos de escuela porque mis padres hicieron una casa en la Colonia Satélite.
El cuarto grado, por cambio de domicilio, lo cursé en la Escuela Región Oriente que después se llamó José Vasconcelos en memoria del integrante de la Generación del Ateneo y primer secretario de educación pública de México y escritor del Ulises Criollo. El maestro que me atendió durante el ciclo escolar fue el director de la escuela y como siempre andaba muy ocupado pues atendía las labores administrativas del plantel, las gestiones escolares, las reuniones con el comité de padres de familia y del consejo técnico de la escuela, nos atendía esporádicamente uno de sus hijos quien también trabajaba en la institución. Aún recuerdo las futuristas palabras que nos dirigía el profesor Miguel Saavedra cuando nos atendía:
_Jóvenes alumnos, compañeros, camaradas, campesinos, casi hermanos, con parcela y comprando maíz. Para después continuar:
_Porque si no les pasa, les va a pasar, les va a pasar y si no al tiempo tendrán que comprar maíz...
El joven maestro con dotes de vidente imaginaba los aciagos días en que los mexicanos, propietarios de parcelas, tendríamos que comprar granos en el mercado nacional y luego al extranjero para sobrevivir a raíz de la firma del Tratado de Libre Comercio firmado con Canadá y Estados Unidos.
En el quinto grado la maestra me escogió atinadamente para declamar la poesía colectiva "El brindis del bohemio". Ensayábamos continuamente en una casa de un amigable compañerito que se llamaba Isaias Cano Ojeda, que estaba enfrente de la escuela. Su equipado hogar contaba con un tocadiscos y ahí escuchábamos atentamente el desarrollo de la obra. Cuando fue el esperado estreno, un diez de mayo, pensé que habíamos realizado relativamente bien la encomienda de la profesora. Pero no fue así. Cuarenta años después del episodio que les hablo, una ajetreada mañana que visité la oficina de una delegación sindical de jubilados, una maestra que estaba atendiendo a los agremiados en un vetusto escritorio me dijo contundentemente: _Tú eres fulano de tal y estudiaste el quinto grado en la escuela primaria de la colonia Satélite.
Me quedé perplejo unos segundos, miré dubitativamente a la maestra, la reconocí y le dije apenado: Profesora Lilia, perdón no la había reconocido, disculpe usted, hace tanto tiempo, recalqué. Dígame, continué diciendo, cómo es que pasados tantos años se acuerda indefectiblemente de mi. La maestra me respondió con absoluta sinceridad:
_Cómo no me voy a acordar de ti, te acuerdas de la obra "El brindis del bohemio" en que declamaste el papel de Arturo. Una madre de familia al escuchar la emoción con la que declamabas me dijo:
_Maestra, calle ya a ese niño que me va a hacer llorar.
Y como no iba a querer llorar aquella emocionada señora. La poesía compuesta por el compatriota potosino, Guillermo Aguirre y Fierro, decía más o menos así: "Brindo por la mujer, más por ésa en la hayáis consuelo en la tristeza rescoldo del placer desventurados, brindo por la mujer pero por una, por la que me arrulló en la cuna, por la que me enseñó de niño lo que vale el cariño profundo y verdadero" y luego con un medido reproche y sonriendo le contesté a mi antigua docente. Pero maestra, porque no me dijo esto antes y simultáneamente pensé: creo que erré mi vocación actual, yo hubiera sido un brillante actor y tal vez estaría en estos precisos momentos disfrutando de mi fama en la Meca del Cine. Contento, por el gran halago que me dio, me despedí cariñosamente de mi admirada maestra.
El sexto año lo estudié en la Escuela Primaria Federal Felipe Neri, ubicada en la Avenida Leandro Valle. La escuela era mu grande de corte antiguo. Tenía dos entradas. Una principal por donde entrábamos lía alumnos y otra por donde metían su auto los maestros que llevaban coche. El patio principal estaba pavimentado y el resto del terreno era de tierra. Había árboles de eucaliptos que daban sombra y aparte nos servían de bases cuando jugábamos a los encantados. Lis pasillos de la escuela casi tenían el mismo ancho que los salones de clase y ahí nos vendían lis dulces y la comida a la hora del recreo. Mis padres me inscribieron ahí porque querían que me fogueara en una escuela cercana a la Secundaria Federal No. 1 donde querían que yo estudiara. Logrado este propósito y avanzado el ciclo escolar participé ahora en un singular desfile conmemorando La batalla del cinco de mayo en el centro de la ciudad. Íbamos los niños disfrazados de indios zacapoaxtlas pero me faltaba un machete para hacer más real mi caracterización. Como no pude comprar uno de utilería, hice un machete de madera y blandí beligerante mi arma cuando íbamos cantando. Por lo memorable del acto, porque causó un fuerte impacto en mi espíritu patrio, recuerdo un fragmento del canto dedicado al Benemérito de las Américas. Canté: "Benito Juárez oh indio oaxaqueño, que nos legaste una gran constitución y que a la patria luchando con empeño, la libertaste del pequeño Napoleón. Bajo tu puño cayó Maximiliano y todo el mundo te tuvo que admirar, Benito Juárez el pueblo mexicano, eternamente te habrá de recordar". Imagínense el grupo de chamacos disfrazados de zacapoaxtlas desfilando bizarramente por el centro de la ciudad. Debió haber sido muy divertido verlos y escucharlos cantar con el ímpetu de su corta edad. Recorrimos entusiastas las principales avenidas de la ciudad y terminamos exhaustos frente al Palacio de Gobierno del Estado, satisfechos de nuestra participación cívica. En el mismo grado me gané justamente un libro en un concurso de Sabios Infantiles y Juveniles que organizaba un famoso programa de radio en las escuelas de la localidad. Recuerdo que en el patio de la primaria y transmitiendo en control remoto a la consentidora audiencia, me preguntaron cuál era mi materia favorita y les contesté confiadamente que historia porque admiraba fervorosamente a los héroes que nos dieron patria y libertad y pensé en nuestros bien amados insurgentes. Por mi pensamiento pasó el poema del ilustre mexicano y nayarita Amado Nervo: "¡Hidalgo y Morelos palabras radiosas! Pregunta esos nombres al monte y al plano a cielos y a mares, a todas las cosas y así te dirán: El monte de nieve y eternos basaltos que siglos y siglos sus crestas irguió: Morelos , Hidalgo , dirá, son más altos, más altos que yo!", pero no me preguntaron por ellos y me pusieron nervioso cuando me interrogaron sobre quien era el libertador de Cuba. El locutor de la radio acercó el micrófono a mi boca y me preguntó:
_¿ Quién fue el libertador de Cuba?, no me vas a decir que no sabes. Recordé que un personaje cubano había escrito un poema que estaba plasmado en el libro de texto y que decía : "cultivo una rosa blanca en junio como en enero, para el amigo sincero que me da su mano franca, y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo, cultivo la rosa blanca" y zas que atino que el héroe libertador de Cuba era Don José Martí. Toda la escuela me aplaudió y yo me sentí muy contento de haber acertado porque mi nombre se difundió a nivel estatal y hubiera sido muy penoso para mi que mis conocidos, familiares y amigos me tacharan de ignorante. Como premio me dieron una novela para niños, cuya autora fue Condesa de Secur y que lleva por título "Memorias de un burro", el cual por lo sugestivo del título no recuerdo su contenido.
A mi querida maestra Elena le quedé a deber el regalo del día del maestro, un quince mayo de mil novecientos sesenta y siete, por lo que ahora les voy a comentar. El día anterior a esa fecha, era domingo, mi madre nos llevó esa soleada tarde a una fábrica de cerámica que estaba en un terreno en la Colonia San Jerónimo. En aquellos años era muy común que los niños les regalaran a sus maestros jabones y mi madre quiso salirse de esa costumbre y por eso nos llevó allí. Mis hermanos y yo escogimos una pieza de cerámica para regalarla a nuestros maestros. Yo escogí una alcancía con forma de puerco que envolví en un pliego de papel de china y la llevé a la escuela. Yo estudiaba el primer grado en la primaria Ignacio Manuel Altamirano en el turno vespertino. Cuando llegué a la escuela dejé mi regalo sobre una banca y esperé hasta que se hiciera la entrega oficial a mi maestra. En un descuido uno de mis compañeritos pasó corriendo a mi lado y tiró accidentalmente el presente al suelo. Sentí frustración y me dieron ganas de llorar porque darle un regalo a tu maestro en aquella época representaba una gran satisfacción. El maestro de escuela era como un segundo padre en el imaginario infantil y la maestra Elena la considerábamos como una segunda madre mis compañeros y yo. Cuando me tocó entregar mi regalo lloré y no tuve el valor de entregar la alcancía rota a mi profesora. La maestra comprendió mi sentir y solidaria me consoló de tal desgracia y mi mamá que también trabajaba ahí me llevó al otro día a comprar otra pieza de cerámica para regalarla a mi maestra.
Aprendí a leer, a escribir y a hacer cuentas en los primeros meses de mi primer año en la escuela primaria. Mucho me ayudaron los imprescindibles libros que imprimía generosamente La Comisión de Libros de Textos Gratuitos porque servían como libros de texto y libros de trabajo. Aquellos hermosos e históricos libros eran una preciosa joya. En el libro de español ejercicios empezábamos nuestro aprendizaje con las vocales hechas en cursiva y script y después seguíamos con las consonantes. La primera lección de lectura decía más o menos así: Oso, ese oso, se asea así, así es ese oso" y sucesivamente con otras letras consonantes. Primero veíamos las sílabas simples y luego las compuestas y aprendíamos a leer y a escribir muy rápido. Quedó atrás el dictamen de mi maestra de tercero de preescolar de que yo no aprendería a leer y a escribir porqué no aprobé el examen de Lorenzo Filho. Y es que revisando el diagnóstico de madurez de ese test realmente debí de haber obtenido un puntaje muy bajo para que la maestra hiciera tal pronóstico, aunque como ya se los comenté a mi me gustaba hacer las cosas bien a la primera oportunidad lo que actualmente se llama hacer las cosas con calidad.
En el segundo grado de primaria se me volvió a presentar un problema con los compañeros traviesos. Un compañero mío tiró un bote de pintura que yo estaba usando para pintar mi banca en el cierre del ciclo escolar. En aquellos años se estilaba que los niños pintáramos nuestro mueble de trabajo antes de la fiesta de clausura de cursos. Y como comprenderán un sector del patio pavimentado de la escuela quedó manchado para la posteridad con pintura de esmalte sintético y yo obtuve un fuerte regaño que no me correspondía aunado a las manchas de pintura que quedaron en mis manos porque no tenía aguarrrás para limpiármelas.
Cuando terminé mi segundo año de primaria mudamos nuestra residencia a la Colonia La Carolina. Nos instalamos en una casa rústica hecha con madera que tenía techo de lámina de cartón. El objetivo de mis padres era ahorrarse la renta y con ese dinero construir una casa en una colonia de reciente creación al oriente de la ciudad. De la Colonia Carolina íbamos a Tlaltenango a estudiar. Vivíamos en la calle Rubén Dario en el número trecientos once y una de mis tareas era ir por un primo que vivía en la subida del mercado de la localidad y llevarlo a la escuela de Tlaltenango. Mi primo se llamaba Francisco pero le decíamos Paco. Tenía una pesada mochila y como iba en primer año y era muy chipilon casi siempre le ayudaba con su pesada carga. Cuando yo llegaba a su casa tocaba el timbre muchas veces. Salía mi tía y me decía:
_Espéralo, hijo. Paco está comiendo. Mientras si quieres carga la mochila.
Me entregaba las cosas de Paco y yo esperaba. Paco todavía se lavaba los dientes, iba al baño y hasta entonces salía. El problema con él era que yo navegaba mucho porque el trayecto a pie era muy largo y porque mi primo caminaba despacio. Yo iba al frente y como se me hacía tarde me adelantaba y le gritaba:
_Apúrate Paco que se nos hace tarde.
Y Paco sudoroso y cansado solo respondía a lo lejos:
_Espérame.
Y tenía que correr el pobre chamaco para alcanzarme.
Pasados los años pienso que el precio del préstamo del terreno donde vivíamos era lidiar con Paco y llevarlo a la escuela aparte de que mi mamá fuera su maestra.
Cuando viví en la Carolina yo estudiaba en el turno vespertino y desafortunadamente en la tarde se jugaban las cascaritas de fútbol en la calle. Los partidos de fútbol eran divertidos y peligrosos. Colocábamos dos piedras separadas a manera de portería y empezábamos a jugar. Si veíamos que venía un carro detengamos la pelota y luego continuábamos el juego. Un día me di cuenta que a una compañerita le dolía la cabeza y le dieron permiso de irse a su casa. Al otro día me puse abusado y le dije al maestro que tenía un dolor muy fuerte en la testa. Lo convencí porque tenía la cabeza caliente y me fui a la casa a jugar una divertida cascarita.
En las mañanas de los días hábiles me gustaba trabajar para ganarme unos centavos. Un día se estacionó un autobús de pasajeros en la acera de mi casa y le dije al conductor del pesado camión que me dejara lavar la carrocería y limpiar el interior a cambio de unas monedas. Me dijo que si a condición de que lo hiciera a conciencia y para motivarme a que limpiara por todos los rincones me contó que había escuchado que a un pasajero se le había perdido un anillo de oro. Obviamente que su versión era una mentira para que yo hiciera mejor mi trabajo pero yo no le creí.
Cuando vivíamos en esa casa una vez hice enojar a mi madre de tal manera que me correteó una tarde con un palo para pegarme. Afortunadamente no me alcanzó. Sin embargo como a mí no se me quitó el miedo permanecí arriba de una barda hasta que llegó el perdón. Este consistió en que mi hermano me llevó una concha para que cenara. Como vi que me envió el pan mi querida madre accedí a entrar a la casa pero con reservas. Esperé a que la autora de mis días durmiera para estar completamente seguro de su perdón.
No sin reproche puedo decir que a mi amada madre se le olvidaba cuando la sorprendía haciendo las tortillas en un comal. Yo me acercaba y cariñosamente le decía: "madre mía cuando me muera, entiérrame junto a tu hoguera y cuando vayas a hacer las tortillas allí llora por mi. Si alguien te pregunta por qué lloras contéstale: está muy verde la leña y tanto humo me hace llorar". Mi mamá oyendo la elocuencia de mis palabras, sin emoción me contestaba con mucha seriedad:
_Claro que si hijo.
Yo con banderas desplegadas me retiraba sabiendo que mis palabras creadas por el Rey Poeta Netzahualcóyotl eran un halago para mi madre.
Sufrí mucho en la casa de la colonia Carolina. Una vez que enfermé me recetó el doctor unas inyecciones. En esa época las jeringas y las agujas eran muy grandes. Además mi madre inyectaba y yo veía que para desinfectarlas las hervía. Por esa circunstancia le tenía tanto miedo a las jeringas que en esa oportunidad tuvieron que corretearme en la calle mis padres, mis hermanos y unos vecinos para que pudieran ajusticiarme. Todos gritaban:
_Agárrenlo, agárrenlo que no se escape.
Con una táctica envolvente me cerraban los pasos y me atraparon. Me sujetaron de las manos y de los pies y me llevaron a la casa colgando como si fuera una presa. Me acostaron en la cama y el resto de la historia ya la saben, se impuso la mayoría y acertó la cruel aguja en mi atribulada carne.
En en el tercer año mi suerte cambió. Participé entusiasmado en un bailable nacional en donde los niños agarrábamos el extremo de los rebozos de las niñas y simulábamos que galopábamos en un caballo imaginario. Como mi entrañable compañerita de bailable no tenía rebozo, me las ingenié quitándome el corto cinturón, y troté alegremente con él ante la vista atónita de los incrédulos maestros de la escuela y del público en general. Tan bien me salió la improvisación que propios y extraños aplaudieron mi ingenioso atrevimiento.
En tercer grado también mis compañeritos hicieron una travesura que repercutió en mi estima. Ahora les platico. El maestro de guardia dio la instrucción a la hora de la entrada de que todos los alumnos de cada grupo marcháramos en paso corto a nuestros respectivos salones. Nuestra aula estaba en la segunda planta de la escuela y mis compañeritos "obedientes" siguieron marchando a ese paso por los escalones y por el pasillo que llevaba a nuestro recinto. Imaginarán como se cimbraba el ala del edificio de nuestra escuela y el enojo de mi maestro de grupo cuando se dio cuenta de nuestra acción. Cuando llegó al salón nos pidió amablemente que saliéramos los varones del aula y que nos formáramos por estaturas otra vez en el pasillo para entrar. Estábamos correctamente sentados en nuestros pupitres. El maestro entró al salón, lo saludamos y nos volvimos a sentar en nuestros lugares. El maestro nos ordenó :
_Salgan del salón y espérenme afuera.Formados por estatura como siempre lo hacemos, refutó. Ignorantes de nuestro destino salimos y grande fue nuestra sorpresa de que uno a uno nuestro querido maestro nos dio un tablazo con una regla de madera de una banca. Como yo era hijo de maestra y me sentía privilegiado porque los maestros me regalaban dulces a la hora del recreo me sentí intocable. Sin embargo no fue así. Cuando llegó mi turno mi recordado maestro me dio un tablazo que todavía recuerdo, tanto que treinta años después cuando vi a mi antiguo maestro caminando por la Avenida Morelos recordé su castigo y pensé: maestro Julián si tan solo me hubiera dado dos tablazos cuando era niño hubiera sido mejor ciudadano y hubiera tenido el temple y la lucidez para enfrentar situaciones muy difíciles. Evoqué al Benemérito de las Américas, Benito Juárez" que en su libro "Apuntes para mis hijos", escrito en 1857, pidió a su mentor que le diera con una vara si no se aprendía la lección.
En la Escuela Primaria Federal Ignacio Manuel Altamirano, quien fue el autor de la novela El Zarco y de la Navidad en las Montañas, cursé los tres primeros grados de la primaria. Recuerdo aquellos años porque los maestros vendían los dulces y los refrescos de la cooperativa y me trataban muy bien. Les pagaba mi primer refresco y no me cobraban un centavo. Al segundo refresco les pagaba y ahora si me aceptaban la cantidad. Indudablemente que tenían una muy alta calidad de personas y su hermoso detalle jamás lo olvidaré.
El año de mil novecientos sesenta y ocho a mi madre le ofrecieron la Dirección Escolar de una escuela de nueva creación en Lomas de Atzingo. La invitó la supervisora escolar porque mi mamá era muy trabajadora pero mi mamá no aceptó la encomienda porque no teníamos coche y había que caminar muchos kilómetros. Por esta razón ella siguió trabajando donde estudié mis tres primeros años de primaria. No obstante mis hermanos y yo nos cambiamos de escuela porque mis padres hicieron una casa en la Colonia Satélite.
El cuarto grado, por cambio de domicilio, lo cursé en la Escuela Región Oriente que después se llamó José Vasconcelos en memoria del integrante de la Generación del Ateneo y primer secretario de educación pública de México y escritor del Ulises Criollo. El maestro que me atendió durante el ciclo escolar fue el director de la escuela y como siempre andaba muy ocupado pues atendía las labores administrativas del plantel, las gestiones escolares, las reuniones con el comité de padres de familia y del consejo técnico de la escuela, nos atendía esporádicamente uno de sus hijos quien también trabajaba en la institución. Aún recuerdo las futuristas palabras que nos dirigía el profesor Miguel Saavedra cuando nos atendía:
_Jóvenes alumnos, compañeros, camaradas, campesinos, casi hermanos, con parcela y comprando maíz. Para después continuar:
_Porque si no les pasa, les va a pasar, les va a pasar y si no al tiempo tendrán que comprar maíz...
El joven maestro con dotes de vidente imaginaba los aciagos días en que los mexicanos, propietarios de parcelas, tendríamos que comprar granos en el mercado nacional y luego al extranjero para sobrevivir a raíz de la firma del Tratado de Libre Comercio firmado con Canadá y Estados Unidos.
En el quinto grado la maestra me escogió atinadamente para declamar la poesía colectiva "El brindis del bohemio". Ensayábamos continuamente en una casa de un amigable compañerito que se llamaba Isaias Cano Ojeda, que estaba enfrente de la escuela. Su equipado hogar contaba con un tocadiscos y ahí escuchábamos atentamente el desarrollo de la obra. Cuando fue el esperado estreno, un diez de mayo, pensé que habíamos realizado relativamente bien la encomienda de la profesora. Pero no fue así. Cuarenta años después del episodio que les hablo, una ajetreada mañana que visité la oficina de una delegación sindical de jubilados, una maestra que estaba atendiendo a los agremiados en un vetusto escritorio me dijo contundentemente: _Tú eres fulano de tal y estudiaste el quinto grado en la escuela primaria de la colonia Satélite.
Me quedé perplejo unos segundos, miré dubitativamente a la maestra, la reconocí y le dije apenado: Profesora Lilia, perdón no la había reconocido, disculpe usted, hace tanto tiempo, recalqué. Dígame, continué diciendo, cómo es que pasados tantos años se acuerda indefectiblemente de mi. La maestra me respondió con absoluta sinceridad:
_Cómo no me voy a acordar de ti, te acuerdas de la obra "El brindis del bohemio" en que declamaste el papel de Arturo. Una madre de familia al escuchar la emoción con la que declamabas me dijo:
_Maestra, calle ya a ese niño que me va a hacer llorar.
Y como no iba a querer llorar aquella emocionada señora. La poesía compuesta por el compatriota potosino, Guillermo Aguirre y Fierro, decía más o menos así: "Brindo por la mujer, más por ésa en la hayáis consuelo en la tristeza rescoldo del placer desventurados, brindo por la mujer pero por una, por la que me arrulló en la cuna, por la que me enseñó de niño lo que vale el cariño profundo y verdadero" y luego con un medido reproche y sonriendo le contesté a mi antigua docente. Pero maestra, porque no me dijo esto antes y simultáneamente pensé: creo que erré mi vocación actual, yo hubiera sido un brillante actor y tal vez estaría en estos precisos momentos disfrutando de mi fama en la Meca del Cine. Contento, por el gran halago que me dio, me despedí cariñosamente de mi admirada maestra.
El sexto año lo estudié en la Escuela Primaria Federal Felipe Neri, ubicada en la Avenida Leandro Valle. La escuela era mu grande de corte antiguo. Tenía dos entradas. Una principal por donde entrábamos lía alumnos y otra por donde metían su auto los maestros que llevaban coche. El patio principal estaba pavimentado y el resto del terreno era de tierra. Había árboles de eucaliptos que daban sombra y aparte nos servían de bases cuando jugábamos a los encantados. Lis pasillos de la escuela casi tenían el mismo ancho que los salones de clase y ahí nos vendían lis dulces y la comida a la hora del recreo. Mis padres me inscribieron ahí porque querían que me fogueara en una escuela cercana a la Secundaria Federal No. 1 donde querían que yo estudiara. Logrado este propósito y avanzado el ciclo escolar participé ahora en un singular desfile conmemorando La batalla del cinco de mayo en el centro de la ciudad. Íbamos los niños disfrazados de indios zacapoaxtlas pero me faltaba un machete para hacer más real mi caracterización. Como no pude comprar uno de utilería, hice un machete de madera y blandí beligerante mi arma cuando íbamos cantando. Por lo memorable del acto, porque causó un fuerte impacto en mi espíritu patrio, recuerdo un fragmento del canto dedicado al Benemérito de las Américas. Canté: "Benito Juárez oh indio oaxaqueño, que nos legaste una gran constitución y que a la patria luchando con empeño, la libertaste del pequeño Napoleón. Bajo tu puño cayó Maximiliano y todo el mundo te tuvo que admirar, Benito Juárez el pueblo mexicano, eternamente te habrá de recordar". Imagínense el grupo de chamacos disfrazados de zacapoaxtlas desfilando bizarramente por el centro de la ciudad. Debió haber sido muy divertido verlos y escucharlos cantar con el ímpetu de su corta edad. Recorrimos entusiastas las principales avenidas de la ciudad y terminamos exhaustos frente al Palacio de Gobierno del Estado, satisfechos de nuestra participación cívica. En el mismo grado me gané justamente un libro en un concurso de Sabios Infantiles y Juveniles que organizaba un famoso programa de radio en las escuelas de la localidad. Recuerdo que en el patio de la primaria y transmitiendo en control remoto a la consentidora audiencia, me preguntaron cuál era mi materia favorita y les contesté confiadamente que historia porque admiraba fervorosamente a los héroes que nos dieron patria y libertad y pensé en nuestros bien amados insurgentes. Por mi pensamiento pasó el poema del ilustre mexicano y nayarita Amado Nervo: "¡Hidalgo y Morelos palabras radiosas! Pregunta esos nombres al monte y al plano a cielos y a mares, a todas las cosas y así te dirán: El monte de nieve y eternos basaltos que siglos y siglos sus crestas irguió: Morelos , Hidalgo , dirá, son más altos, más altos que yo!", pero no me preguntaron por ellos y me pusieron nervioso cuando me interrogaron sobre quien era el libertador de Cuba. El locutor de la radio acercó el micrófono a mi boca y me preguntó:
_¿ Quién fue el libertador de Cuba?, no me vas a decir que no sabes. Recordé que un personaje cubano había escrito un poema que estaba plasmado en el libro de texto y que decía : "cultivo una rosa blanca en junio como en enero, para el amigo sincero que me da su mano franca, y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo, cultivo la rosa blanca" y zas que atino que el héroe libertador de Cuba era Don José Martí. Toda la escuela me aplaudió y yo me sentí muy contento de haber acertado porque mi nombre se difundió a nivel estatal y hubiera sido muy penoso para mi que mis conocidos, familiares y amigos me tacharan de ignorante. Como premio me dieron una novela para niños, cuya autora fue Condesa de Secur y que lleva por título "Memorias de un burro", el cual por lo sugestivo del título no recuerdo su contenido.
Cuando cursé la educación media en la Benemérita Escuela Secundaria Federal "Froylán Parroquín García" me iba en camión y regresaba caminando a mi casa lo que me permitía ahorrarme cincuenta centavos del pasaje y comprarme una torta a la hora del recreo. Mi escuela tenía un cántico que decía: "Es la escuela, la escuela secundaria del Estado de Morelos, es el fruto, es el fruto sazonado de la gran lucha social, es la escuela, es la escuela de la vida, es la escuela del afán que libera al oprimido y lo prepara a luchar" se vislumbraban mis aficiones literarias y descuidé un poco las matemáticas a veces por omisión y otras por enfermedad. Un fatídico día que me presenté en la escuela, después de una ausencia de quince días, tuve la mala fortuna que me me recibió el maestro de la materia con un examen del que yo dominaba solo la mitad porque el contenido programático era mensual. Como a mi lado se sentó un irresponsable compañerito que regularmente sacaba cincos en las pruebas y como yo tenía el cincuenta por ciento de respuestas buenas, me arriesgué a copiarle la mitad del examen que yo no podía contestar porque no asistí a clases durante mi prolongada ausencia . Grande fue mi satisfacción cuando el consabido maestro dio los resultados porque yo había obtenido un diez en la materia. Me congratulé de tan formidable hazaña no sin sentirme un poquito mal por el compañero que cooperó involuntariamente con mi excelente calificación. Pero afortunadamente él y otros compañeritos de mi clase sacaron provecho de mi amistad y agradecimiento. Las materias que se me facilitaron en la secundaria fueron Español, Biología, Historia, Geografía, Física y Química. Los exámenes eran semestrales y se promediaban la calificación de ambos para obtener la calificación anual. Por esta circunstancia era urgente y necesario contestar lo mejor posible los exámenes y como yo era ducho en aquellas materias mis correligionarios se sentaban alrededor de mi y yo con clemencia los dejaba copiar dándose un efecto multiplicador benéfico en el rendimiento escolar que al maestro lo dejaba satisfecho de su trabajo en el aula de mi alabada y célebre escuela a la que siempre recordaré.
Recuerdo todos los nombres de mis maestros de la primaria, secundaria y de todos los niveles educativos que estudié y los recuerdo con mucho cariño, porque fueron grandes maestros, pero de todos me acuerdo de las palabras que decía mi maestro de Física de la secundaria, Daniel Torres Erazo quien se paraba frente al salón y expresaba orgullosamente:
_La Física es la madre de todas las materias y yo soy maestro de Física.
Ydel concurso de poesía coral que ganó mi grupo del Primer Año "F" que lleva por título " La Guaja" de Vicente Neira que empezaba así" Ven acá granuja, ¿Dónde andas so guaja? Hoy te mondo los huesos a palos, no llores ni huyas porque no te escapas, yo no sé lo que hacer ya contigo me tienes muy harta, a ti ya no te valen palabras, a ti ya no te valen razones, ni riñas, ni encierros, ni golpes, ni nada." Este triunfo nunca lo olvidaré porque nos premiaron en el plantel por haber obtenido el primer lugar con una excursión que realizamos en un autobús al Centro Vacacional de Oaxtepec. Fue precisamente en el primer año de secundaria, en la materia de español donde tuve mi primer reto académico. Una mañana el maestro de la asignatura platicaba con mis compañeros. Como él estaba de espaldas le hablé y con uno de mis dedos toqué uno de sus hombros llamando su atención. Recuerdo que volteó y me miró molesto pero no me dijo nada. Al otro día hizo un examen y me dio la sorpresa de que yo había sacado un seis en la evaluación siendo que yo obtenía generalmente calificación de diez. No reclamé pero tomé nota de su represalia. Al terminar el semestre obtuve un diez en el examen y sumando la primera calificación logre de promedio un ocho. En el siguiente semestre promedie diez y y con la calificación del primer semestre logré un promedio general de nueve en español. Cuando el maestro dio la calificación final me miro y entendió que yo era un excelente alumno y supe desde ese entonces que no habría obstáculos que me venciera en mi quehacer académico.
Cuando estudié la secundaria tuve el honor de dirigir los honores a la bandera. El evento se realizó en el auditorio de la escuela. De ese emocionante momento recuerdo que el director Héctor Tavera Ríos reflexionó sobre el futuro del alumnado y pronunció las siguientes palabras: _Jóvenes quiero decirles que en el futuro muy pocos de ustedes lograrán tener una educación universitaria y todavía menos cursarán un posgrado. Les recomiendo que estudien y se preparen. Se lo deben a sus familias y a México. No lo olviden. Tomé nota de las palabras del egregio maestro e hice el compromiso personal que así lo haría.
Recuerdo todos los nombres de mis maestros de la primaria, secundaria y de todos los niveles educativos que estudié y los recuerdo con mucho cariño, porque fueron grandes maestros, pero de todos me acuerdo de las palabras que decía mi maestro de Física de la secundaria, Daniel Torres Erazo quien se paraba frente al salón y expresaba orgullosamente:
_La Física es la madre de todas las materias y yo soy maestro de Física.
Ydel concurso de poesía coral que ganó mi grupo del Primer Año "F" que lleva por título " La Guaja" de Vicente Neira que empezaba así" Ven acá granuja, ¿Dónde andas so guaja? Hoy te mondo los huesos a palos, no llores ni huyas porque no te escapas, yo no sé lo que hacer ya contigo me tienes muy harta, a ti ya no te valen palabras, a ti ya no te valen razones, ni riñas, ni encierros, ni golpes, ni nada." Este triunfo nunca lo olvidaré porque nos premiaron en el plantel por haber obtenido el primer lugar con una excursión que realizamos en un autobús al Centro Vacacional de Oaxtepec. Fue precisamente en el primer año de secundaria, en la materia de español donde tuve mi primer reto académico. Una mañana el maestro de la asignatura platicaba con mis compañeros. Como él estaba de espaldas le hablé y con uno de mis dedos toqué uno de sus hombros llamando su atención. Recuerdo que volteó y me miró molesto pero no me dijo nada. Al otro día hizo un examen y me dio la sorpresa de que yo había sacado un seis en la evaluación siendo que yo obtenía generalmente calificación de diez. No reclamé pero tomé nota de su represalia. Al terminar el semestre obtuve un diez en el examen y sumando la primera calificación logre de promedio un ocho. En el siguiente semestre promedie diez y y con la calificación del primer semestre logré un promedio general de nueve en español. Cuando el maestro dio la calificación final me miro y entendió que yo era un excelente alumno y supe desde ese entonces que no habría obstáculos que me venciera en mi quehacer académico.
Cuando estudié la secundaria tuve el honor de dirigir los honores a la bandera. El evento se realizó en el auditorio de la escuela. De ese emocionante momento recuerdo que el director Héctor Tavera Ríos reflexionó sobre el futuro del alumnado y pronunció las siguientes palabras: _Jóvenes quiero decirles que en el futuro muy pocos de ustedes lograrán tener una educación universitaria y todavía menos cursarán un posgrado. Les recomiendo que estudien y se preparen. Se lo deben a sus familias y a México. No lo olviden. Tomé nota de las palabras del egregio maestro e hice el compromiso personal que así lo haría.
Al terminar el nivel medio básico tuve la oportunidad de ir a la preparatoria , porque pasé el examen de admisión, pero me decidí por la docencia porque se acomodaba más a saberes didácticos inculcados por la vía materna; mi madre era maestra y había estudiado en el Instituto Federal para la Capacitación del Magisterio. Pero no todo fue tan fácil. Una vez la maestra de Educación Tecnológica me encargó que hiciera una mermelada de la fruta que yo quisiera. Y como su servidor trabajaba en las mañanas como maestro en una escuela primaria particular y estudiaba con un horario de tres de la tarde a nueve de la noche , y no tenía tiempo para comprar la fruta en el mercado y meterme a la todavía desconocida cocina, opté por comprar una sabrosa y rica mermelada en la tienda, que vacié en otro frasco y presenté como mía. La maestra no era tonta, pero por mi ingenio me puso una calificación aprobatoria que mucho le agradezco. De aquellos años, en que estudié en la normal para maestros permanece en mi memoria una escena estruendosa que no quiero soslayar. Era la última hora de clases, cerca de las nueve de la noche. Uno de mis compañeros irreflexivo e irresponsable tuvo el desatino de comprar una enorme paloma explosiva que encendió en la fila de atrás del salón. Queriendo evitar la detonación tres compañeros y yo pisamos la mecha del artefacto queriendo apagarlo pero todo fue inútil. Tronó tan fuerte el explosivo que las palomitas nocturnas salieron de las mamparas y el aula quedó irrespirable por el olor a pólvora. El maestro que daba la clase y el resto de mis compañeros, aturdidos de los oídos, no daban crédito a tal desatino y se suspendió la clase por falta de oxígeno. Desde ese día al pequeño grupo de compañeros que quisimos apagar el explosivo nos llamaron "Los coheteros", sin haber usado un solo cohete. Afortunadamente no hubo consecuencias graves que lamentar y el suceso quedó atrás sin una penalización para el "presunto" infractor. Otra escena que también me parece interesante es cuando fui de prácticas a una escuela primaria de Ticumán, Morelos. Una mañana en os honores a la bandera, a un joven maestro le correspondió dirigir el Himno Nacional y se le olvidó la letra. Días después para no sentirse mal decía a quienes se encontraba en el camino:
_Se me olvidó el himno verdad.
A él todos le decían "Cepillín" en honor del payasito de la tele. Lo bueno es que no cantó las mañanitas del reconocido cómico si no su participación hubiera sido de película.
_Se me olvidó el himno verdad.
A él todos le decían "Cepillín" en honor del payasito de la tele. Lo bueno es que no cantó las mañanitas del reconocido cómico si no su participación hubiera sido de película.
Años después, ya en el servicio docente, tuve que presentar exámenes de conocimientos que me retribuían un aumento de sueldo. Uno de mis superiores, a quien recuerdo con mucho respeto, me sugirió pícaramente que como la prueba mencionada era de opción múltiple, para que yo no fallara, debía de rellenar en la hoja de respuestas todos los circulitos para que obtuviera un diez. Cómo era muy osado su consejo e igualmente yo no cantaba mal las rancheras opté por lo siguiente: como todas las respuestas a las preguntas se parecían y a mi juicio dos de ellas embonaban con la respuesta esperada, tuve el atrevimiento de elegir la menos correcta porque el examen era muy engañoso y por enésima vez obtuve una calificación sobresaliente lo que me valió un aumento de sueldo. Sin embargo, no todos mis logros fueron fáciles en mi educación ya que tuve que esforzarme mentalmente en la educación superior. Un maestro muy ingenioso que nos dio Didáctica de la Enseñanza nos dio tips para hacer la clase más interesante y me puso a prueba para conocer mis capacidades. Se dirigió a mi y me dijo:
_Con que refrán relacionas estas palabras. A mayor fluido líquido de reacción alcalina complejo producido en las glándulas en la cavidad bucal... Inmediatamente le contesté: "El que tiene más saliva traga más pinole" y mi maestro como el doctor IQ, exclamó:
_Perfectamente bien contestado.
El maestro me puso un diez de calificación.
Las calificaciones que obtuve en la normal superior fueron buenas y de la enseñanza vivida no se diga. Pero vayamos por partes. En admiración a mi maestro de Física de la secundaria presenté el examen de admisión en esa materia en la Escuela Normal Superior de México. No pude ir a ver los resultados porque estaba trabajando de administrador de una secundaria particular y le pedí de favor a uno de mis hermanos que viera las listas para saber si había sido aceptado. Él me dijo que no había pasado el examen de ingreso y como tenía mucho trabajo no le di importancia al asunto. Al otro año por sugerencia de unos compañeros maestros hice el examen de admisión en la materia de Psicología, esta vez fui a ver personalmente los resultados y constaté que había pasado el examen de admisión. Por este motivo me inscribí entusiasta en la escuela y empecé a estudiar la ciencia de la conducta humana en relación con su ambiente. Con el correr de los días encontré a compañeros que habían hecho conmigo el examen de ingreso el año anterior en la materia de Física y me dijeron:
_Por qué no te viniste a inscribir el año pasado si pasaste el examen. No les dije el motivo pero claramente supe que mi hermano ni siquiera había ido a preguntar por los resultados el año anterior. Lo perdoné porque yo fui el culpable al delegarle esa responsabilidad.
Contento por estar estudiando en la Escuela Normal Superior de México saqué buenas calificaciones el primer año y esperé a cursar el segundo grado con todas las ilusiones del mundo.
La escuela donde estudié, esta parte de mi vida, tenía un espíritu combativo. Merced a la lucha estudiantil habíamos obtenido ayuda para pasajes, alimentos y la contratación de horas de trabajo a partir de haber terminado la especialidad respectiva o si la materia tenía mucha carga curricular cuando ingresábamos al tercer grado de estudios. No obstante, las autoridades educativas de la época ya no querían cumplir con ese ineludible compromiso y para deshacerse del plantel lo descentralizaron en sedes del país. Con el propósito de forzar una negociación, la asamblea escolar, órgano de decisión de la escuela, decidió bloquear las avenidas de Insurgentes y Reforma en la Ciudad de México. Grave error. En ese entonces todavía se estilaba reprimir a los manifestantes y el gobierno mandó autoritariamente a paramilitares, granaderos, grupos de élite, etc. a reprimir a los maestros. En mi mente permanece el momento crítico de la represión. Un helicóptero de la policía del Distrito Federal surcó los aires a baja altura, soltó una bengala y se desató la brutal golpiza. Yo estaba cerca de la comisión negociadora integrada por el director, maestros de la institución y líderes estudiantiles. Vi los golpes de palos y toletes que les dieron en la cabeza y como caían uno a uno, parecían pollos en el matadero. Al notar que venían contra mí, corrí y al verme huir me persiguieron ferozmente y no me alcanzaron porque en ese tiempo era muy veloz y contaba con mis veintitrés abriles. Llegué a una puerta de cristal de una institución privada; los que estaban en el interior, al darse cuenta del peligro que representaba que los golpeadores me persiguieran hasta dentro de las instalaciones porque a ellos también les iban a dar sus cates. Intentaron cerrar la puerta, pero yo por el impulso que traía y por mi peso, la empujé y entré hasta el fondo de las instalaciones. Los que me persiguieron no se detuvieron y empezaron a golpear a la gente (tenían licencia para golpear) y ya no supe más. Salí por el patio trasero, trepé como gato por una barda muy alta y fui a dar a una calle aledaña. Todavía recuerdo el sonido estremecedor de las sirenas de las ambulancias que recogieron a los heridos de la golpiza. Los medios chayoteros de masiva información se refirieron al desbloqueo de las avenidas como "pacífico" y continuaron como sin nada con sus entretenidos programas. Esa noche llegue a una casa que tenía una casa por el rumbo de Santa Úrsula. En el noticiario de las diez de la noche dieron la noticia del día. Dijo el conductor del programa sin mostrar un asomo de preocupación:
_ El desalojo de Insurgentes y Reforma se dio sin violencia. No obstante no mostró imágenes comprometoras de la brutal golpiza. Así se la gastaban los medios informativos.
Ese año de lucha estudiantil lo perdí porque las autoridades educativas no me reconocieron los estudios cursados. Tuve que emigrar de la ciudad de México a a la capital del estado de Querétaro a continuar con mis estudios de la normal superior. Me gustó la ciudad, sus calles eran tranquilas, el ambiente era provinciano y de un gran patrimonio histórico.
En Querétaro hice amistad con dos compañeros oriundos del estado de Hidalgo y dos compañeros del estado de Morelos. No teníamos dinero para pagar el hospedaje en un hotel ni para sufragar las tres comidas reglamentarias. Vistas las cosas de esa manera nos juntábamos con otros compañeros de otros grupos y rentamos una casona antigua que tenía muy pocos baños pero si muchos cuartos. Recuerdo que éramos cuarenta personas los que vivíamos allí y todos dormíamos en el suelo sobre pedazos de cajas de cartón. Hacíamos turnos para bañarnos y el horario empezaba desde las cuatro de la mañana. Con el dinero ahorrado del hospedaje, porque pagábamos muy poco, nos alcanzaban los billetes para costear las tres comidas a diferencia de otros compañeros que pagaban hotel pero que hacían una comida.
Un año no pudimos rentar una casa grande y mis amigos de Hidalgo y de Morelos rentamos para dormir una terraza de un motel de paso. El lugar estaba casi a la intemperie, lo único que nos gustaba es que en las mañanas podíamos disponer de los baños de las habitaciones para asearnos. Una noche me encontraba distraído y un compañero me dijo exaltado:
_León, León, ven a ver. Yo me acerqué a dónde el estaba y me señaló a una pareja que estaba adentro de una habitación dándose amor a manos llenas. La escena la pudimos ver porque la habitación estaba iluminada y no se dejaba nada a la imaginación. Nos dio mucha risa, ver a la pareja desnuda, tanto que reímos a carcajadas un largo rato por la escena tan chusca que vimos.
Estudié en un plantel de la colonia del Cerrito y también en unas aulas de una secundaria cercana al cerro de las Campanas. Recuerdo que el que mi escuela continuaba con la resistencia estudiantil en contra del gobierno pero todo era en vano. Una ocasión que estaba en una clase se convocó a una reunión estudiantil en el patio de la escuela. El maestro que daba la cátedra nos amenazó que aquel que saliera del salón quedaría reprobado. El profesor se puso muy serio, nos volteó a mirar a todos y nos dijo:
_Aquél que salga del salón quedará reprobado en mi materia.
Como por mis venas corre la sangre de Cuauthémoc y de los héroes que nos dieron patria no me importó su amenaza y salí del aula. Pensé que a tantos años que proclamó la libertad Don Miguel Hidalgo y Costilla no era justo que uno de los hijos de la patria continuara sufriendo con el oprobio de las amenazas. Después siguieron mi ejemplo mis compañeros de clase y todo quedó en el intento por detener la libertad de reunión consagrada en nuestra carta magna.
De mis estudios en la Escuela Normal Superior para cursos intensivos de Querétaro guardó el recuerdo de mi examen de titulación porque obtuve mención honorífica en mi examen profesional.
Quien me preparó en la elaboración de la tesis de titulación fue el profesor Fernando Rosas Rosas y puedo decirles que me asesoró de tal manera que me sugirió que hiciera una maestría porque en su opinión yo tenía un fuerte potencial para abordar esa empresa.
Mi tesis "Las bases psicológicas de la dinámica de la enseñanza" fue bien recibida por mis sinodales. Lo extraordinario de ese acontecimiento es que mis compañeros de batalla Eduardo Asterio Sierra Vite y Oswaldo Pagola Rendón obtuvieron ese galardón.
Puedo decir sin temor a equivocarme que nuestro grupo fue una generación olvidada quizás por falta de méritos. Lo digo con conocimiento de causa porque habiendo estudiado la Maestría en Investigaciones Educativas en el CINVESTAV del IPN, como siempre me ha gustado la historia, estudié los pasos de una generación de intelectuales. Me refiero en particular a la "Generación de 1915" que apenas se reconoce su labor, cuyo pilar más importante es haber fortalecido la democracia en nuestro país con la fundación del Partido Acción Nacional, por Manuel Gómez Morín y del Partido Popular Socialista por Vicente Lombardo Toledano.
De esa generación conocí personalmente a Don Antonio Toussaint Ritter, quien me recibió en su casa de la Colonia Tlaltenango en Cuernavaca. Él tenía noventa y cuatro años. Hice la cita para entrevistarlo y me llegué puntualmente a las nueve una mañana. Platicamos de su vida y de su obra pero tuvo que salir al doctor dos horas después. Como él tenía que irse al médico le pedí que si otro día me podía mostrar el archivo de su familia. Me contestó:
_Un hombre que llega puntual a una cita es un caballero. Revise toda la documentación que quiera, únicamente le pido que cuando se retire cierre la puerta de mi casa.
Personajes de esa altura intelectual y moral igual a la de él no la he encontrado jamás.
En la elaboración de mi tesis de maestría igualmente pude conocer a descendientes de la Generación de 1915. Conocí a Paloma y a Marcia Castro Leal, hijas de don Antonio Castro Leal y a Mauricio Gómez Morín, hijo de Manuel Gómez Morín. El día que fui a la casa de de Don Antonio Castro Leal quedé gratamente impresionado al ver su impecable biblioteca. Todos sus libros estaban bellamente encuadernados y cuidados como si hubieran sido sus hijos. En esa oportunidad Paloma y Marcia me invitaron a que participara con una ponencia, en la Asociación de Escritores de México, con motivo de su natalicio. El tema de mi ponencia fue Los pasos educativos de Don Antonio Castro Leal a donde fui acompañado por mi esposa, mis padres y mi cuñado Octavio.
Revisé los archivos históricos de la Universidad Nacional Autónoma de México, del Archivo Nacional de Lecumberri y visité las instalaciones del ITAM, del COLMEX y del Fondo de Cultura Económica dándome cuenta que la vida se nos va en un hilo al estudiar las genealogías de los importantes personajes que contemplé en mi tesis. Puedo decir que los conocí de niños, vi pasar su vida y supe como se apagó su fructífera existencia.
Cuando estudié la maestría en el centro del país nuevamente puse en funcionamiento mi ingenio por un obstáculo que se me presentó. Tuve un maestro que de solo recordarlo me pone los pelos de punta. Él era muy capaz. Seguramente, como era investigador, revisó mi expediente y se enteró que mi Talón de Aquiles eran las matemáticas y como me dio la materia de Metodología de la Investigación quiso saber de que estaba hecho yo. Una tarde de un viernes, al término de la clase, nos dijo a mis compañeros y a mi :
_Un día de estos les voy a hacer un examen de estadística... y cumplió su amenaza el lunes siguiente. Como yo no quise ser una calificación negativa en su distribución de frecuencias, me preparé lo mejor que pude para no reprobar. El mismo viernes llegué a la casa y estudié un curso de estadística que se ve en seis meses en dos días. El lunes llegué puntual a la escuela, me acomodé en un lugar cercano al que elegían los compañeros versados en matemáticas y esperé. Efectivamente el maestro llegó con los exámenes en la mano y exclamó:
_Les dije que un día de estos les iba a hacer un examen y hoy es el día
Como me había preparado para tal circunstancia, respiré hondo y profundo y me dispuse a contestar cuidadosamente la terrible prueba. Esta vez voltee a ver las respuestas de mis compañeros pero no tenían las respuestas que yo había elegido y me acongojé. No obstante traté de sobreponerme y contesté el examen lo mejor que pude. Después de una hora de sufrimientos entregué mi examen confiando en la buena providencia y también esta vez estuvo de mi lado. Cuando el maestro dio las calificaciones mencionó mi nombre y mi calificación y me sentí aliviado porque obtuve un buen desempeño, aunque no me miró muy convencido de mi habilidad numérica y no cejó en su idea de reprobarme porque quiso hacerme ver que yo no era apto para la enseñanza de las grandes ligas.
_Con que refrán relacionas estas palabras. A mayor fluido líquido de reacción alcalina complejo producido en las glándulas en la cavidad bucal... Inmediatamente le contesté: "El que tiene más saliva traga más pinole" y mi maestro como el doctor IQ, exclamó:
_Perfectamente bien contestado.
El maestro me puso un diez de calificación.
Las calificaciones que obtuve en la normal superior fueron buenas y de la enseñanza vivida no se diga. Pero vayamos por partes. En admiración a mi maestro de Física de la secundaria presenté el examen de admisión en esa materia en la Escuela Normal Superior de México. No pude ir a ver los resultados porque estaba trabajando de administrador de una secundaria particular y le pedí de favor a uno de mis hermanos que viera las listas para saber si había sido aceptado. Él me dijo que no había pasado el examen de ingreso y como tenía mucho trabajo no le di importancia al asunto. Al otro año por sugerencia de unos compañeros maestros hice el examen de admisión en la materia de Psicología, esta vez fui a ver personalmente los resultados y constaté que había pasado el examen de admisión. Por este motivo me inscribí entusiasta en la escuela y empecé a estudiar la ciencia de la conducta humana en relación con su ambiente. Con el correr de los días encontré a compañeros que habían hecho conmigo el examen de ingreso el año anterior en la materia de Física y me dijeron:
_Por qué no te viniste a inscribir el año pasado si pasaste el examen. No les dije el motivo pero claramente supe que mi hermano ni siquiera había ido a preguntar por los resultados el año anterior. Lo perdoné porque yo fui el culpable al delegarle esa responsabilidad.
Contento por estar estudiando en la Escuela Normal Superior de México saqué buenas calificaciones el primer año y esperé a cursar el segundo grado con todas las ilusiones del mundo.
La escuela donde estudié, esta parte de mi vida, tenía un espíritu combativo. Merced a la lucha estudiantil habíamos obtenido ayuda para pasajes, alimentos y la contratación de horas de trabajo a partir de haber terminado la especialidad respectiva o si la materia tenía mucha carga curricular cuando ingresábamos al tercer grado de estudios. No obstante, las autoridades educativas de la época ya no querían cumplir con ese ineludible compromiso y para deshacerse del plantel lo descentralizaron en sedes del país. Con el propósito de forzar una negociación, la asamblea escolar, órgano de decisión de la escuela, decidió bloquear las avenidas de Insurgentes y Reforma en la Ciudad de México. Grave error. En ese entonces todavía se estilaba reprimir a los manifestantes y el gobierno mandó autoritariamente a paramilitares, granaderos, grupos de élite, etc. a reprimir a los maestros. En mi mente permanece el momento crítico de la represión. Un helicóptero de la policía del Distrito Federal surcó los aires a baja altura, soltó una bengala y se desató la brutal golpiza. Yo estaba cerca de la comisión negociadora integrada por el director, maestros de la institución y líderes estudiantiles. Vi los golpes de palos y toletes que les dieron en la cabeza y como caían uno a uno, parecían pollos en el matadero. Al notar que venían contra mí, corrí y al verme huir me persiguieron ferozmente y no me alcanzaron porque en ese tiempo era muy veloz y contaba con mis veintitrés abriles. Llegué a una puerta de cristal de una institución privada; los que estaban en el interior, al darse cuenta del peligro que representaba que los golpeadores me persiguieran hasta dentro de las instalaciones porque a ellos también les iban a dar sus cates. Intentaron cerrar la puerta, pero yo por el impulso que traía y por mi peso, la empujé y entré hasta el fondo de las instalaciones. Los que me persiguieron no se detuvieron y empezaron a golpear a la gente (tenían licencia para golpear) y ya no supe más. Salí por el patio trasero, trepé como gato por una barda muy alta y fui a dar a una calle aledaña. Todavía recuerdo el sonido estremecedor de las sirenas de las ambulancias que recogieron a los heridos de la golpiza. Los medios chayoteros de masiva información se refirieron al desbloqueo de las avenidas como "pacífico" y continuaron como sin nada con sus entretenidos programas. Esa noche llegue a una casa que tenía una casa por el rumbo de Santa Úrsula. En el noticiario de las diez de la noche dieron la noticia del día. Dijo el conductor del programa sin mostrar un asomo de preocupación:
_ El desalojo de Insurgentes y Reforma se dio sin violencia. No obstante no mostró imágenes comprometoras de la brutal golpiza. Así se la gastaban los medios informativos.
Ese año de lucha estudiantil lo perdí porque las autoridades educativas no me reconocieron los estudios cursados. Tuve que emigrar de la ciudad de México a a la capital del estado de Querétaro a continuar con mis estudios de la normal superior. Me gustó la ciudad, sus calles eran tranquilas, el ambiente era provinciano y de un gran patrimonio histórico.
En Querétaro hice amistad con dos compañeros oriundos del estado de Hidalgo y dos compañeros del estado de Morelos. No teníamos dinero para pagar el hospedaje en un hotel ni para sufragar las tres comidas reglamentarias. Vistas las cosas de esa manera nos juntábamos con otros compañeros de otros grupos y rentamos una casona antigua que tenía muy pocos baños pero si muchos cuartos. Recuerdo que éramos cuarenta personas los que vivíamos allí y todos dormíamos en el suelo sobre pedazos de cajas de cartón. Hacíamos turnos para bañarnos y el horario empezaba desde las cuatro de la mañana. Con el dinero ahorrado del hospedaje, porque pagábamos muy poco, nos alcanzaban los billetes para costear las tres comidas a diferencia de otros compañeros que pagaban hotel pero que hacían una comida.
Un año no pudimos rentar una casa grande y mis amigos de Hidalgo y de Morelos rentamos para dormir una terraza de un motel de paso. El lugar estaba casi a la intemperie, lo único que nos gustaba es que en las mañanas podíamos disponer de los baños de las habitaciones para asearnos. Una noche me encontraba distraído y un compañero me dijo exaltado:
_León, León, ven a ver. Yo me acerqué a dónde el estaba y me señaló a una pareja que estaba adentro de una habitación dándose amor a manos llenas. La escena la pudimos ver porque la habitación estaba iluminada y no se dejaba nada a la imaginación. Nos dio mucha risa, ver a la pareja desnuda, tanto que reímos a carcajadas un largo rato por la escena tan chusca que vimos.
Estudié en un plantel de la colonia del Cerrito y también en unas aulas de una secundaria cercana al cerro de las Campanas. Recuerdo que el que mi escuela continuaba con la resistencia estudiantil en contra del gobierno pero todo era en vano. Una ocasión que estaba en una clase se convocó a una reunión estudiantil en el patio de la escuela. El maestro que daba la cátedra nos amenazó que aquel que saliera del salón quedaría reprobado. El profesor se puso muy serio, nos volteó a mirar a todos y nos dijo:
_Aquél que salga del salón quedará reprobado en mi materia.
Como por mis venas corre la sangre de Cuauthémoc y de los héroes que nos dieron patria no me importó su amenaza y salí del aula. Pensé que a tantos años que proclamó la libertad Don Miguel Hidalgo y Costilla no era justo que uno de los hijos de la patria continuara sufriendo con el oprobio de las amenazas. Después siguieron mi ejemplo mis compañeros de clase y todo quedó en el intento por detener la libertad de reunión consagrada en nuestra carta magna.
De mis estudios en la Escuela Normal Superior para cursos intensivos de Querétaro guardó el recuerdo de mi examen de titulación porque obtuve mención honorífica en mi examen profesional.
Quien me preparó en la elaboración de la tesis de titulación fue el profesor Fernando Rosas Rosas y puedo decirles que me asesoró de tal manera que me sugirió que hiciera una maestría porque en su opinión yo tenía un fuerte potencial para abordar esa empresa.
Mi tesis "Las bases psicológicas de la dinámica de la enseñanza" fue bien recibida por mis sinodales. Lo extraordinario de ese acontecimiento es que mis compañeros de batalla Eduardo Asterio Sierra Vite y Oswaldo Pagola Rendón obtuvieron ese galardón.
Puedo decir sin temor a equivocarme que nuestro grupo fue una generación olvidada quizás por falta de méritos. Lo digo con conocimiento de causa porque habiendo estudiado la Maestría en Investigaciones Educativas en el CINVESTAV del IPN, como siempre me ha gustado la historia, estudié los pasos de una generación de intelectuales. Me refiero en particular a la "Generación de 1915" que apenas se reconoce su labor, cuyo pilar más importante es haber fortalecido la democracia en nuestro país con la fundación del Partido Acción Nacional, por Manuel Gómez Morín y del Partido Popular Socialista por Vicente Lombardo Toledano.
De esa generación conocí personalmente a Don Antonio Toussaint Ritter, quien me recibió en su casa de la Colonia Tlaltenango en Cuernavaca. Él tenía noventa y cuatro años. Hice la cita para entrevistarlo y me llegué puntualmente a las nueve una mañana. Platicamos de su vida y de su obra pero tuvo que salir al doctor dos horas después. Como él tenía que irse al médico le pedí que si otro día me podía mostrar el archivo de su familia. Me contestó:
_Un hombre que llega puntual a una cita es un caballero. Revise toda la documentación que quiera, únicamente le pido que cuando se retire cierre la puerta de mi casa.
Personajes de esa altura intelectual y moral igual a la de él no la he encontrado jamás.
En la elaboración de mi tesis de maestría igualmente pude conocer a descendientes de la Generación de 1915. Conocí a Paloma y a Marcia Castro Leal, hijas de don Antonio Castro Leal y a Mauricio Gómez Morín, hijo de Manuel Gómez Morín. El día que fui a la casa de de Don Antonio Castro Leal quedé gratamente impresionado al ver su impecable biblioteca. Todos sus libros estaban bellamente encuadernados y cuidados como si hubieran sido sus hijos. En esa oportunidad Paloma y Marcia me invitaron a que participara con una ponencia, en la Asociación de Escritores de México, con motivo de su natalicio. El tema de mi ponencia fue Los pasos educativos de Don Antonio Castro Leal a donde fui acompañado por mi esposa, mis padres y mi cuñado Octavio.
Revisé los archivos históricos de la Universidad Nacional Autónoma de México, del Archivo Nacional de Lecumberri y visité las instalaciones del ITAM, del COLMEX y del Fondo de Cultura Económica dándome cuenta que la vida se nos va en un hilo al estudiar las genealogías de los importantes personajes que contemplé en mi tesis. Puedo decir que los conocí de niños, vi pasar su vida y supe como se apagó su fructífera existencia.
Cuando estudié la maestría en el centro del país nuevamente puse en funcionamiento mi ingenio por un obstáculo que se me presentó. Tuve un maestro que de solo recordarlo me pone los pelos de punta. Él era muy capaz. Seguramente, como era investigador, revisó mi expediente y se enteró que mi Talón de Aquiles eran las matemáticas y como me dio la materia de Metodología de la Investigación quiso saber de que estaba hecho yo. Una tarde de un viernes, al término de la clase, nos dijo a mis compañeros y a mi :
_Un día de estos les voy a hacer un examen de estadística... y cumplió su amenaza el lunes siguiente. Como yo no quise ser una calificación negativa en su distribución de frecuencias, me preparé lo mejor que pude para no reprobar. El mismo viernes llegué a la casa y estudié un curso de estadística que se ve en seis meses en dos días. El lunes llegué puntual a la escuela, me acomodé en un lugar cercano al que elegían los compañeros versados en matemáticas y esperé. Efectivamente el maestro llegó con los exámenes en la mano y exclamó:
_Les dije que un día de estos les iba a hacer un examen y hoy es el día
Como me había preparado para tal circunstancia, respiré hondo y profundo y me dispuse a contestar cuidadosamente la terrible prueba. Esta vez voltee a ver las respuestas de mis compañeros pero no tenían las respuestas que yo había elegido y me acongojé. No obstante traté de sobreponerme y contesté el examen lo mejor que pude. Después de una hora de sufrimientos entregué mi examen confiando en la buena providencia y también esta vez estuvo de mi lado. Cuando el maestro dio las calificaciones mencionó mi nombre y mi calificación y me sentí aliviado porque obtuve un buen desempeño, aunque no me miró muy convencido de mi habilidad numérica y no cejó en su idea de reprobarme porque quiso hacerme ver que yo no era apto para la enseñanza de las grandes ligas.
Aquel maestro tuvo otra oportunidad de reprobarme. Por motivos personales viajó a su patria y nos dejó un trabajo de investigación que iba a revisar y a calificar un profesor que me informaron solía reprobar a estudiantes con antecedentes normalistas. Cuando se fue nos dijo ceremoniosamente:
_Voy a respetar la calificación que les ponga el maestro que he designado.
Lo han adivinado. Primero me preocupé y luego me ocupé. Revisé que línea de investigación desarrollaba aquel mentor y leí su obra para conocer su pensamiento. Posteriormente escribí un ensayo donde me esforcé al máximo y cité a mi verdugo lo mayor cantidad de veces en señal de clemencia. Coincidí con él señalando cuáles eran las debilidades y las fortalezas de la educación de ese momento y esperé la calificación. Ésta no tardó en llegar de manos del titular de la materia cuando regresó de su viaje. Me mandó traer a su cubículo y me dijo:
_La calificación que obtuviste es excelente pero no estoy de acuerdo con ella. Te voy a poner una más baja, que opinas.
Yo le contesté: aunque no estoy de acuerdo con usted voy a respetar su sabia decisión, lo importante es obtener un resultado favorable. Y salí contento de su oficina porque aprobar la materia con aquel reconocido profesor no era cualquier cosa.
_Voy a respetar la calificación que les ponga el maestro que he designado.
Lo han adivinado. Primero me preocupé y luego me ocupé. Revisé que línea de investigación desarrollaba aquel mentor y leí su obra para conocer su pensamiento. Posteriormente escribí un ensayo donde me esforcé al máximo y cité a mi verdugo lo mayor cantidad de veces en señal de clemencia. Coincidí con él señalando cuáles eran las debilidades y las fortalezas de la educación de ese momento y esperé la calificación. Ésta no tardó en llegar de manos del titular de la materia cuando regresó de su viaje. Me mandó traer a su cubículo y me dijo:
_La calificación que obtuviste es excelente pero no estoy de acuerdo con ella. Te voy a poner una más baja, que opinas.
Yo le contesté: aunque no estoy de acuerdo con usted voy a respetar su sabia decisión, lo importante es obtener un resultado favorable. Y salí contento de su oficina porque aprobar la materia con aquel reconocido profesor no era cualquier cosa.
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