sábado, 5 de enero de 2019

El hombre primitivo

En mis imborrables años mozos, en mi apreciada escuela, me enseñaron mis inolvidables maestros los rasgos inveterados de la evolución histórica del hombre primitivo. Aprendí gratamente que antes que sedentario el ser humano se dedicó a la caza, a la pesca y a la recolección de frutos, y de alguna manera reviví fugazmente, durante mi divertida infancia, las etapas de la vida de nuestros férreos antepasados que coincidió con la espectacular llegada del primer hombre a la luna.  Las imágenes de ese tiempo en la televisión eran en blanco y negro y definitivamente me entusiasmé sobremanera con la interesante narración de aquellos trascendentales momentos y con el épico despegue de la nave Apolo XI y su ascenso al hasta entonces inconquistable espacio sideral. Las palabras del consentido locutor de esa época, Jacobo Zabludovsky, permanecen imborrables en mi memoria como si fuera ayer y no olvido cuando hizo alusión al poeta Amado Nervo y a su obra "El Gran Viaje". Cito sus palabras: "¿Quién será en un futuro no lejano, el Cristóbal Colón de algún planeta? ¿Quién logrará, con máquina potente, sondar el océano del éter, y llevarnos de la mano allí donde llegaron solamente los osados ensueños del poeta?" Luego vi la imagen del primer astronauta pisando la Luna, ignorante de que yo lo veía en mi confortable burbuja a miles de kilómetros de distancia a través de la televisión.
Yo vivía apaciblemente en la ciudad de la "eterna primavera" y para ganarme unos centavos para la escuela , una tía que tenía una tienda de abarrotes, me comisionaba para que empacara los productos que vendían en su negocio. Otras veces iba al mercado municipal a recoger los desperdicios de los puestos de frutas y verduras y con eso les daba de comer a unos marranos que tenía en engorda para después venderlos al rastro municipal y otras tantas me iba a vender miel a orillas de las carreteras del estado con lo cual mataba dos pájaros de un tiro: tenía ingresos para ir a estudiar y hacía las tareas que me dejaban los maestros los fines de semana.
Con el dinero que ganaba en las mañanas y los fines de semana, pagaba en las noches cincuenta centavos para ver la televisión en las casas de uno de mis vecinos. Cuando ellos no estaban caminábamos hasta la avenida Morelos donde una tía nos dejaba ver los programas de Mister Ed, Los cañones de Navarone, Viaje al Fondo del Mar, Perdidos en el Espacio, etcétera. Al terminar los programas a las nueve de la noche regresábamos a nuestra casa felices de que nuestros héroes habían triunfado sobre el mal y habían salido sanos y salvos en sus aventuras.
Así transcurría mi vida durante los periodos de clase y en las felices vacaciones de verano mis hermanos y yo íbamos presurosos a visitar a la familia de mis padres al campo; obviamente que antes de partir hacíamos los preparativos del viaje y yo junto con uno de mis hermanos éramos los encargados de vender las gallinas ponedoras que teníamos en un gallinero improvisado en el patio trasero. Uno de mis tíos, en segundo grado", que era jefe de estación en el ferrocarril, viendo nuestra imperiosa necesidad, nos prestó un terreno baldío en la Colonia Carolina, mientras construíamos nuestra futura casa y al fondo de su propiedad, criábamos a estos benditos animales y al lado a los glotones cerdos que les platiqué.
 El terreno, donde vivíamos provisionalmente, estaba protegido al frente por una barda de tabique que impedía ver su recóndito interior. Adentro construimos una casa de madera con un techo de láminas de cartón que nos protegía de la lluvia y del viento pero no del calor. Afuera de ella había una cocina , más lejos un baño y hasta el fondo el gallinero y el improvisado establo donde engordábamos los cerdos.  Recuerdo que teníamos muchas gallinas de distintos colores, las cuales nos proveían de carne y de huevos que mucho ayudaban a la economía familiar. Algunas eran grandes y otras pequeñas y no se parecían a los pollos actuales que son alimentados en granjas con  productos químicos para que se desarrollen a marchas forzadas. En aquel entonces, les dábamos de comer granos de maíz triturados o pedazos de tortilla dura y crecían en meses y puedo decirles que las gallinas viejas hacen buen caldo. Como podíamos, para que no se nos escaparan, las atábamos cuidadosamente de las patas con un delgado cordel, las cargábamos pacientemente en nuestras manos o las echábamos afanosamente a nuestras espaldas y las llevábamos  presurosos a vender al principal mercado de la ciudad que distaba unos cinco kilómetros de nuestro querido hogar. Nos íbamos caminando y llegábamos al mercado de la ciudad cansados y emplumados lo que favorecía a los expertos compradores de aves vivas. Imagínense el calvario por el que pasábamos cargando a las aves, sorteando a los transeúntes y evitando los coches cuando atravesábamos las peligrosas calles. Aunque en aquel entonces las avenidas no eran muy transitadas por los vehículos automotores, se nos complicaba mucho caminar por las estrechas banquetas y se hacía más difícil nuestro paso a medida que llegábamos a donde había más aglomeración de personas. Cuando estábamos frente a los comerciantes del mercado negociábamos ganosamente, pero la  injusta transacción se parecía a quitarle un dulce a un niño y efectivamente se quedaban los mercaderes con las gallinas a un precio irrisorio. Aunque sabíamos hacer cuentas, no éramos versados en el arte de la negociación y no teníamos conciencia cabal del valor comercial de nuestro producto.
Una vez de tantas, porque vacacionábamos año con año, un ducho comprador nos ofreció por una mega gallina veinte pesos. Como pesaba mucho la condenada y nos queríamos deshacer de ella, se nos hizo fácil y la vendimos irreflexivamente. Más tardamos en darnos la vuelta de regreso a nuestra humilde casa cuando escuchamos que el mercader la vendía ventajosamente en cuarenta pesos. El precio lo duplicó en menos de un minuto y le ganó a la gallina el cien por ciento en nuestras propias narices. Y así estos compradores de aves se ganaban la vida honradamente y nosotros los imberbes criadores obteníamos un poco de dinero para los pasajes de ida y vuelta a nuestro esperado destino vacacional. Pero no nos atrasemos y vayamos al grano sobre la paralela evolución del hombre que en estas líneas voy a revivir.
Recuerdo que viajábamos en el ferrocarril rumbo al Río Balsas y al llegar a la estación del tren de Cocula, descendíamos y unos familiares nos esperaban con caballos para que continuáramos la  inconclusa travesía. Casi siempre llegábamos en la tarde a la parada de la máquina de acero y nos agarraba la noche en el campo. En nuestro andar oíamos cantar a los grillos y como era verano veíamos plagado los pastizales de miles de luciérnagas que nos daban la bienvenida al paraíso terrenal. En el accidentado camino rara vez nos encontrábamos a personas y cuando la suerte nos favorecía mis padres, por la claridad que daba la luna llena, a lo lejos los reconocían sin problemas. Decían: viene fulano de tal o sutanito o menganito y los saludaban muy afablemente. Los caballos en los que nos subían no eran pajareros, razón por la cual cabalgábamos con confianza absoluta en esos famélicos corceles. Cuando las mansas bestias veían algo raro en medio del camino, erguían sus orejas y se ponían alertas. Eso nos favorecía porque también estábamos atentos a cualquier peligro.
Ya en el rancho, habiendo desempacado nuestras cosas, a mi me llamaba la atención que abajo de las losetas de la casa de mi abuelita brillaba en las noches una luz verde que nadie veía más que yo. Era tan fuerte su resplandor que no me dejaba dormir. Le comenté a mi abuelita sobre lo sucedido y sonreía pensando que yo estaba loco. Para distraerme de esas preocupaciones me decía en las mañanas: "hijo sal al patio y corretea las sontetas para que se te olviden esas cosas".
La casa de mi abuelita era muy amplia y estaba rodeada de árboles frutales.Allí cortábamos zapotes que se daban en los calmiles y granadas en los pasillos de los cobertizos donde mi abuelo guardaba las sillas de montar y unos caballitos de madera que mandó hacer para que nos divirtiéramos porque sabía que teníamos la creencia de ser Llaneros Solitarios. Debido a que los árboles del zapote son muy altos, mi hermano usaba una resortera de madera para bajar a pedradas los oscuros frutos y ya se imaginarán las embarradas que me daba porque las frutas llegaban a mis manos todas destrozadas por las despiadadas piedras que usaba mi hermano al derribarlas. Algunas veces para cachar los zapotes yo usaba un viejo sombrero de palma y los frutos por la altura de la que caían quedaban casi deshechos. Y es que teníamos prohibido subirnos a los árboles porque uno de mis hermanos mayores se había quebrado uno de sus brazos cuando jugaba al Tarzán. Cuando cortábamos las granadas era más sencillo porque se dan en árboles más pequeños, solo que su líquido rojizo mancha mucho la ropa y mis hermanos y yo nos quitábamos las camisas para no ensuciarlas.
Cuando salíamos de la casa de mis abuelos al campo nos dirigíamos mis hermanos, mis primos y yo a cortar guamúchiles en los potreros vecinos, no sin antes enfrentarnos en los callejones del pueblo con feroces guachichilas  que atacábamos con varas de higuerillo que cortábamos a la vera del camino. Lógicamente que el  "moderno" armamento y la estrategia se imponían a las sabandijas y aunque lográbamos grandes bajas de los  pérfidos insectos, ésos nos picoteaban en los ojos o en el cuerpo y algunas veces llorábamos de dolor, como seguramente lo hicieron los antiguos pobladores cuando se enfrentaban a las feroces fieras en las sabanas o a sus acérrimos enemigos en el campo de batalla.
Cierta vez, después de cortar guamúchiles uno de mis primos nos invitó a irnos de pipizca. Como ustedes comprenderán el término no tenía significado alguno, hasta que llegamos a unas tierras de tlacolol de reciente pizca, las cuales recorrimos recogiendo granos de frijol que habían olvidado los despistados cosechadores. Como recosechamos algunos cuartillos de frijol, los vendimos y con el dinero compramos unas ricas paletas de hielo que mitigaron parcialmente los calores de la canícula. Otra ocasión salí con mi hermano a recorrer los callejones del pueblo. Él iba armado con una resortera y como era mayor que yo era el encargado de usarla. Como no encontramos ni pájaros en los árboles, dirigió sus proyectiles a unos marranos que descansaban en los lodazales y yo de travieso le mentí diciéndole que había matado un cerdo y, pies para que los quiero, emprendimos una veloz carrera que se debió haber parecido a la que emprendían los cazadores cuando huían de los mamuts que querían cobrar represalias.
Pero si de carreras se trata, con mis primos que vivían en otro pueblo organizábamos carreras de cuacos que tenían una meta determinada. Donde ellos vivían era una población muy pobre. Las casas en su mayoría tenían techos de paja y paredes de varas recubiertas de lodo macizo. A los que bien les iba tenían casa de adobe con techos de teja. Casi todos los que vivían allí eran familiares de mi mamá. El lugar se llamaba San Francisco Lagunita, por una laguna que tenía a la entrada del pueblo. Yo , para darle realce a ese lugar lo comparaba con un lugar de Estados Unidos; y decía que era San Francisco, Lagunita, California. Ese poblado almacenaba agua  en la laguna en temporada de lluvias. El líquido servía al ganado pero no a la gente. Ellos se surtían de agua en un resumidero que estaba cerca de la laguna. Entrábamos con cubetas por una cueva oscura y nos iluminábamos con una vela para no caer en las resbaladizas piedras, mientras recogíamos el agua con unas bandejas. No obstante los que allí vivían permanentemente aprendieron a caminar en la oscuridad como lo hacen los invidentes.
Aunque no contábamos con muchos rocines para participar en las carreras nos la ingeniábamos para que la competencia fuera lo más pareja posible. Los que montaban los burros recorrían la mitad del trayecto y los que cabalgaban en corceles cubrían la ruta completa. Aquí mencionaré que tenía un primo monta burros que era tan bueno que nos ganaba a quienes montábamos los  "veloces" caballos. No obstante, a que antes de las carreras revisábamos que las sillas de montar estuvieran sujetas a los aparejos, una ocasión se rompió una correa y caímos un primo y yo en medio del camino. Del brutal golpe que recibí a mí se me fue el aire pero mi primo tuvo un fuerte golpe en la cabeza que hizo que le brotara aparatosamente la sangre. Tan asustados estábamos los intrépidos jinetes que la sonrisa que teníamos se esfumó porque pensábamos equivocadamente que el cerebro se le iba a salir por la herida.
En ese pueblo donde vivía mi abuelita materna, un año nuevo sufrí una gran tristeza. Los niños nos acostamos provisionalmente en las camas porque hacía mucho frío y con la intención de que unas horas después nos levantáramos y recibiéramos al nuevo año rompiendo piñatas y tomando ponche. Yo me acosté en medio de la cama para estar más calientito pero me dormí profundamente. Al otro día desperté y me enteré que mis hermanos y mis primos se habían divertido de lo lindo. Les reclamé a mis hermanos del porque no me habían despertado. Ellos me dijeron que mi madre les dijo que me dejaran dormir porque estaba muy cansado y yo me quedé sin festejar como los otros niños. 
En San Francisco, Lagunita, California tenían costumbres muy raras. Los jóvenes se robaban a sus novias e iban a pedir su mano después de haber consumado el acto nupcial. No obstante, a uno de mis primos se le pasó el tiempo y fue a la casa de sus suegros a pedir la mano de su esposa cuando ya tenía dos chamacos. Mi mamá fue comisionada por el papá de mi primo para hacer la petición de mano porque era maestra y tenía facilidad de palabra . Hicimos una caravana seguidos de una banda de música hasta el pueblo vecino. Cuando llegamos mi mamá hizo la petición de mano y obviamente que los "futuros suegros" no se negaron a entregar a su hija. El día de la boda dieron mole de comer y alguien regaló un pastel muy grande. Nunca había visto tanta gente tan borracha. La gente tomó cerveza y cuando se acabó el licor tomaron agua porque se acabaron hasta los refrescos. Como al pastel lo colocaron a la intemperie cerca de un establo, lo recuerdo blanco poblado de infinidad de moscas que parecía que estaba cubierto de pasas. A mi no se me antojó el pastel, pero a la gente no le importó el detalle de las moscas. Se lo comieron como si nada.
Al poblado donde tenía su casa mi abuelita materna invité una vez a una de mis primas de la ciudad a que conociera el terruño. No tenía ninguna experiencia en el campo y como tenía que hacer del baño le sugerí que se dirigiera cerca de un corral y allí hiciera sus necesidades fisiológicas. Sin embargo no le comenté que se cuidara de los marranos que ayudan en el campo a limpiar el ambiente de materia fecal. Mi prima como pudo hizo del baño y cuando apenas se subía los calzones los cerdos se abalanzaron a lo que había depositado en el suelo y casi la tiran. Aterrada llegó conmigo y me quiso abrazar queriendo buscar consuelo. Yo le dije con educación: lo primero es lo primero. Lávate las manos por favor y luego hablamos. Cuando regresamos a la casa no me dirigió la palabra y hasta ahora no lo hace porque me culpa de haberla llevado al rancho
Ya en el poblado donde vivía mi abuelita paterna una vez, yo solo fui a la casa de mi tío Rubén. Él era el músico favorito del pueblo y tocaba con su saxofón  la música vernácula de aquellos tiempos. En mis oídos todavía resuena una melodía de Julio Jaramillo que decía: "te puedes ir a donde quieras, con quien tú quieras te puedes ir, pero el divorcio porque es pecado no te lo doy. En la capilla del señor cura juraste amarme toda la vida..." Y como no había nadie en su casa y teníamos su confianza me subí a un tecorral y me pareció interesante bajar al patio. Él tenía unas  "agrestes" gallinas custodiadas por un feroz gallo que las cuidaba a capa y espada. Como yo no tenía experiencia con ese tipo de animal, decidí no acercarme a él y enfoqué mis baterías en unos bonitos pollitos que buscaban gusanos debajo de unas piedras. Un grande error cometí. Al agarrar un emplumado para acariciarlo, la mamá de los pollitos soltó la voz de alarma y fui atacado por el jefe de esa tribu que primero me correteó y luego me atacó con feroces picotazos que no me dañaron los ojos pero si todo mi adolorido cuerpo. En pocas palabras me vareó tan feo que una de mis tías curó con alcohol mis heridas y me dijo: no te metas con el gallo Avelino porque es bravo el condenado.
Quiero contarles que en el cobertizo de mi tío Rubén había una caja de muerto de madera forrada con tela de color gris. Mis tíos paternos una vez que mi abuelita estuvo muy enferma pensaron que se iba a morir y la compraron en Iguala. Afortunadamente mejoró su salud y para que no se espantara la guardaron en esa casa para que la utilizaran años después. Mis hermanos y yo veíamos la caja de muerto con miedo, pero yo tenía un tío, que se había casado con una hermana de mi papá que era muy osado. Una vez para hacer emocionante la visita se acostó en la caja y nos pidió que cerráramos la tapa y la claváramos para hacer más emocionante el momento. No quisimos hacerlo y él no se molestó. Solamente recuerdo que cuando abrimos la caja, minutos después, el estaba muy sudado y nos dijo que se le había agotado el aire allí adentro.
Quiero hablar un poco de mi abuelo paterno. El tuvo dos hermanos. A uno lo conocí y al otro no, pero me pusieron su nombre. Supe que viajo muy joven a la ciudad de México y nunca regresó. En recuerdo de él llevo su nombre, aunque mi santo es Mario y también Esteban. No me pusieron el nombre de Mario porque en el pueblo donde nací a una persona con ese nombre le decían el perro y entonces como yo estaba chiquito y sería el segundo con ese nombre me llamarían "el perrito" y Esteban tampoco porque a esa persona le decían Serapio y ya adivinaron como me llamarían a mi.
Mi abuelo aunque era enojón era muy buena persona. En las vacaciones ensillaba los caballos y nos llevaba a conocer sus propiedades. Eran tantas y tan grandes que me atreví a decirle que era un hombre muy rico. El me contestó una tarde : "malaya hijo, que regran parió".
Un día regresando de un periplo, mi abuelo nos llevó a cortar ciruelas a un árbol de una casa de unos conocidos suyos. Cuando arribamos al corral de esa casa salieron unas muchachas que nos trataron con mucho cariño. Nos dieron agua de tomar y hasta nos cargaron para cortar las sabrosas frutas. Cuando llegamos a la casa de mi abuelita nos preguntaron mis padres a donde habíamos ido de paseo. Nosotros les contamos la verdad y salimos regañados. Resulta que mi abuelito nos llevó a la casa de su quelite y las chicas que nos atendieron efusivamente eran sus hijas y nuestras desconocidas tías. Después que nos enteramos quienes eran ni modo de devolver las ciruelas.
Casi al término de las vacaciones visitamos un lugar que se llama Machito de las Flores. Para llegar y aprovechar el día, salíamos de la casa de nuestros abuelos en la madrugada y llegábamos al lugar a la hora del desayuno. Todavía recuerdo el rústico poblado que olía a humo de la leña y el aroma que despedían los ricos guisados que hacían las señoras en sus improvisadas cocinas. El lugar del que les hablo es bendecido por Dios ya que ahí nace un bello manantial de aguas cristalinas que es muy socorrido por los turistas. Como era muy inquieto, quise saber si en las posas de agua había peces y me asomé queriendo ver a estos seres acuáticos en su habitat, sin embargo caí cuando largo soy en las aguas y pesqué un fuerte resfriado del que no quiero acordarme.
Víctima de la gripa que me gané sin comprar billete y de una bacteria que agarré en el vagón del tren al regresar de vacaciones, sufrí de una fuerte infección que llegó a reventarme un oído. Como ya no teníamos dinero, porque pagamos los boletos del tren, a falta de medicinas, mi madre me curó con unos jitomates que calentó en un comal sin que hayan menguado la "malograda" enfermedad ni los fuertes dolores. El pensamiento mágico también se hizo presente en la supuesta cura ya que mi adorada madre hizo que me cubriera la cabeza con un paliacate rojo para que el padecimiento se fuera sin complicaciones pero el subterfugio no obtuvo el éxito deseado.
En la improvisada cocina que teníamos en la casa de la Colonia Carolina mi madre improvisó un comal y ahí cuando tenía tiempo nos hacía tortillas a mano. Para calentarlo usaba leña y a veces porque la madera no se prestaba para hacer lumbre producía mucho humo. Una vez estando con mi madre en la cocina le dihe: este momento se parece al que tuvieron el rey poeta Nezahualcóyotl con su madre. Mi mamá se me quedó viendo y lo le dije : si, no te acuerdas del poema. Ella me pregunto: cuál  Le contesté  el del libro. Cómo no te acuerdas te lo voy a recitar. La mire y le dije: madre mía cuando me muera entierame junto a tu hoguera y cuando vayas a hacer las tortillas allí llora por mi, si alguien te Pregunta por qué lloras contestarles Est muy verde la leña y tanto humo me hace llorar.
Después de esa recitación siempre que veía a mi madre cocinar le declane esa poesía.
En resumen, en las vacaciones en el campo emulé a los antiguos recolectores de frutos, a los cazadores y a los pescadores de la prehistoria, y en la ciudad a los pobladores sedentarios en su forma de vivir.    

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