¡Señora, señora, señora! , ¡ya no bañe a ese niño con agua fría, se va a enfermar! ¡Háganos caso, mejor dígale a ese hombre que saque a su familia de esa casa que es un horno! ¡Que renten en otro lado, mire, pueden ir a unas casas que alquilan en la colonia El Túnel, que no están tan baratas como aquí, lo que pasa es que la casa donde viven está techada con lámina de cartón y ni siquiera tiene ventanas! ¡Pero, háganos caso, por favor, no sea que un día de estos vaya a haber una desgracia y ese niño se vaya a morir!
Mi abuelita callaba. Había llegado del pueblo la noche anterior. Estaba cansada de tanto caminar. En la mañana cuando se despertó, inmediatamente agarró su enorme canasto lleno de quesos de aro y requesón en vuelto en hojas de maíz y se fue a tocar las puertas de las casas de la Avenida Ávila Camacho y por las vecindades cercanas al Panteón de la Leona. Se puso su reboso en la cabeza a manera de pequeño colchón, subió el canasto difícilmente sobre su cráneo y se echó a andar pidiéndole a Dios que le ayudara a vender rápidamente todo lo que traía del pueblo. Le había tocado la tanda de leche dos días antes y había juntado la suficiente con lo que hizo quesos y requesón, por lo tanto aunque había salado su producto era necesario entregarlo en las casas lo antes posible porque tenía que regresar a verme. Mi mamá tenía que salir al doctor y no había con quien dejarme. Estaba embarazada y no sabía en que condiciones de salud estaba el nuevo bebé. Aparte tenía que ir al hospital, luego presentarse a trabajar y después pasar por mis hermanos que se había llevado mi papá al trabajo.
Al mediodía, cuando mi abuelita llegó de vender los quesos y el requesón mi mamá me entregó con ella. Mi abuelita llegó y le dijo:
Ya llegué Nacha. Apurate no se te vaya a hacer tarde. Compré unas tortillas. Aunque sea con sal cometelas en el camino. No te preocupes por el chamaco. Al rato lo baño para que se le quite el calor.
Mi madre le contesto: tenga cuidado con el porque cuando se baña con agua fría le salen tremendas ronchas que parece que tiene sarampión.
No te preocupes Nacha ya vete yo me quedo con él, repuso mi Abuelita. Pero como hacía mucha calor y yo lloraba mucho no le quedó de otra que juntar agua en una tina y bañarme con agua fría.
Mi abuelita al ver la injusta situación en la que vivíamos se quedó a vivir quince días en la casa mientras mi papá conseguía un lugar mejor donde vivir. Inclusive como era una mujer de mucha voluntad preguntó y preguntó hasta que encontró las casas que le recomendaron las señoras que vivían en la vecindad.
A la vecindad de la colonia la Cordobesa se llegaba por la Avenida H. Preciado y antes de llegar al panteón se bajaba por una callejuela estrecha llena de tierra.Cuando llovía algunas personas que caminaban por allí resbalaban y podían caer por una ladera que desembocaba en la barranca de Analco. La vecindad tenía a lo sumo seis casas. La nuestra estaba en una esquina del predio y constaba de dos cuartos. En la recámara apenas cabían dos catres y en la cocina una pequeña estufa de petróleo y una mesa de madera con tres sillas. La entrada a la casa conectaba con la cocina y la recámara no tenía ventilación. Las paredes no estaban aplanadas, el tabique estaba muy desgastado por tantos hoyos que habían dejado los clavos de la infinidad de inquilinos que se habían arriesgado a vivir ahí. En las tardes la casa parecía un horno de pan y en las noches para poder dormir mi papá tenía que dejar la puerta abierta. Los moscos se daban un festín con nosotros y las moscas entraban a la casa sin invitación. No había de otra, había que cambiarse inmediatamente siguiendo el consejo de las vecinas.
Otro recuerdo que tengo bien presente es cuando vivíamos en la casa rentada de la Colonia El Túnel. A ella llegaba mi abuelita caminando de la terminal de autobuses de la Flecha Roja hasta la Gasolinería de la Esperanza. Yo veía a mi abuelita que venía bien cargada con sus quesos y requesón y me daba mucho gusto que llegara a vernos. Me traía cuajadas para que me las comiera con una tortillas que compraba en la Avenida Morelos cerca del mercado de la Carolina. No obstante, estas ocasiones en cuanto vendía lo que traía, se iba pronto al pueblo porque tenía sus vaquitas y unos marranitos y no había nadie quien les diera de comer.
A mi abuelita la recuerdo como una mujer fuerte, de tez morena porque el sol le pega a todo el día en el rostro cuando trabajaba en el campo. Se levantaba temprano, le daba de comer a sus animalitos, iba al resumidero por agua para tomar, hacia sus tortillas, se servía su café y se iba a sembrar maíz a su tlacolol. Ella era viuda y de carácter fuerte. Nunca la vi llorar y solo una vez la vi sonreír. Esa ocasión muchos años después sonrió cuando la llevé al rancho. Había estado con nosotros unos meses y añoraba el terruño. Fue tal la alegría que sintió que alegro mi corazón
Los ojos de mi abuelita eran negros, usaba unas largas trenzas, su frente tenía tantas arrugas y su cara tantos surcos que bien puedo decir que había arado tanto durante su vida que los frutos que cosechó podían llenar el universo.
Pero volvamos al relato. Mi abuelita ya no estaba tanto con nosotros. Una mañana mi papá salió a buscar trabajo y nos encargó con unas señoras que lavaban ropa en unos lavaderos de la casa de la Colonia del Túnel. Un señor llegó cerca de nosotros y para que nos entretuvieramos comiendo mi padre le compró unas gelatinas y nos las dio a mi hermano y a mi. Así como nos dejó sentados en un petate nos encontró varias horas después. Las señoras con las que nos encargó se fueron a continuar con sus actividades sin preocuparse de nosotros. Años después entendí porque mi padre dijo que nosotros eramos bien portados y nada chillones. Tal vez tenía razón pero si sufríamos. De eso me acuerdo muy bien.
Una ocasión mis padres se fueron a caballo a un poblado lejano. Nos habían llevado al pueblo de mi abuelita y como no había suficientes corceles nos dejaron en el calmil y esperamos durante muchas horas. Yo ese día estaba muy sentimental. Recuerdo a mi madre subirse al caballo, ponerse un sombrero amplio sobre su cabeza, colocarse un paliacate en el cuello y hundir las espuelas en la panza del caballo para que avanzará. Recuerdo su rostro, era bello como el cielo, su pelo caía hasta su cuello y llevaba una flor en su oreja izquierda. De recordarla me nace una nostalgia de la buena y todavía siento el dolor de su partida.
Esa mañana se fue con mi papá y regresaron entrada la tarde. Yo estuve al pendiente desde que se fueron hasta que llegaron y me alegre hasta lo más profundo de mi.
De la casa que rentamos en la colonia del Túnel nos fuimos a vivir a San Jerónimo. La casa era de una sola planta,tenia techo de loza, una terraza y ahora si tenía puertas y ventanas. Ahora si yo ya no sufría del calor, pero si del corazón. Cerca de la casa había una cruz de cantera. A un lado había un puesto de dulces que atendía una viejecita que vivía sola y que decían mis papás que tenía un hijo que era general del ejército. Yo pensaba que el militar siempre andaba en campaña porque nunca lo vi. Yo sentía tanta tristeza por esa señora que quería que nos la llevaramos a la casa para que la cuidaramos pero no se pudo. Mis papas solo se rieron de mis ideas porque no sabíamos cuidarnos nosotros ni mucho menos podíamos cuidar a alguien de edad avanzada.
Mis papás me decían :
Como crees que la señora va a querer vivir con nosotros. Va a creer que queremos que venga pero para que los cuide a ustedes. Y mi padre se rio de nuestras ocurrencias.
A esa señora le compré bombones una tarde con una moneda que recupere de mi hermana. Ella se trago la moneda de cinco centavos y yo espere como gavilán hasta que la arrojó en el baño. Con un palito de madera la descubrí de la caca y con unas pinzas la puse abajo de la llave de agua hasta que estuvo limpia para poder comprar con ella.
De San Jerónimo nos fuimos a vivir al callejón de Tlaltenango. Afuera de esta casa había árboles de jacaranda que daban una flor morada muy bonita. La barda antes de entrar a la casa era de piedra y la puerta era de madera tan dura que parecía hecha de piedra y lodo.
Allí en Tlaltenango mis papás se hicieron compadres de un señor que se llamaba Miguel. El era jardinero y cuidaba una quinta muy grande con muchos jardines y palmeras llenas de dátiles. Ese señor nos invitó un día a comer a la casa que cuidaba. Solo fuimos mis hermanos y yo, mis padres no quisieron ir porque su compadre era una persona muy pobre. El señor y su señora nos dieron de comer arroz y una pieza de pollo a casa uno de nosotros. Al terminar la comida todavía jugamos un rato y nos fuimos a nuestra casa. A la siguiente visita que hicimos a la quinta el señor ya no nos trató tan bien. Solo nos ofreció agua de tomar y a nosotros nos gustó mucho su detalle porque teníamos mucha sed. Sin embargo el compadre de mi papá en un rato de arrepentimiento se sinceró con nosotros. Nos dijo lo siguiente:
niños, disculpen pero estoy muy molesto con ustedes. La vez, pasada que vinieron a la casa, mi esposa y yo los invitamos a comer con muchos sacrificios. Nos duele mucho que no se hayan comido toda la comida.
Nosotros nos volteamos a ver pensando que el señor mentía porque como era mos muy glotones nos habíamos comido todo el arroz y el pollo. Sin embargo don Miguel prosiguió :
nos dolió que no se comieran los pellejos del pollo. Aquí en la casa hasta eso nos comemos porque hay días que no tenemos carne para comer y no somos desperdiciados.
Salimos de la casa del señor apenados y no hicimos ningún comentario hasta ahora que se los expongo. El señor nos veía privilegiados porque mi mamá tenía empleo fijo pero no sabía en las broncas que andábamos nosotros.
En esos años mi papá conoció a un señor que se llamaba Eliodoro. Fue su gran amigo y lo invitó a hacer y vender ceviche. Además vendían huevos de tortuga que a mi nunca me gustaron. Sin embargo, el negocio no fue tal porque fiaban el producto a los albañiles y nunca les pagaron.
En aquel tiempo mi papá era joven y muy alegre. Yo lo veía alto, delgado, de tez morena. Lo recuerdo en una fotografía que se tomó con un perro negro que le llamábamos el Galán. Al canino después de la foto ya no lo volví a ver. Seguramente se fue siguiendo a la gente que pasaba por el callejón.
En la vecindad de la casa de Tlaltenango vivía una familia que había llegado de Acapulco. Con el tiempo se hicieron amigos de mis padres y a nosotros nos trataban muy bien. Una hija de esos señores era tan morena que le decíamos La Llanta. Mi mamá le tenía tanta confianza que nos dejaba ir con ella a comprar paletas a San Jerónimo hasta que un día se le perdió el dinero que le dio a la muchacha y ya no nos dejó ir con ella.
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