domingo, 6 de enero de 2019

El militar

Los padres de familia siempre quieren el mejor futuro para sus hijos y generalmente les preguntan cuando son pequeños que quieren ser cuando sean grandes. A mi me preguntaron una vez y , como jugaba despreocupado a los soldaditos, sin pensar en las enormes repercusiones que esa respuesta traería a mi vida, dije que militar. Pasó el inexorable tiempo y ya en la escuela primaria participé gustoso en un bailable que se llamaba "La adelita" y como en el corrido se decía "Popular entre la tropa era Adelita, la mujer que el sargento idolatraba que además de ser valiente era bonita que hasta el mismo coronel la respetaba", como yo me vestí de soldado de levita, para hacerme enojar mis familiares me empezaron a decir el Coronel,  apodo que después se contrajo por el de Coro y que todavía llevo sobre mis hombros y en mi pecho sin condecoraciones.
Como tenía ese cargo honorífico, mis conocidos me llamaban Coronel y con ese rango castrense fui tratado por propios y extraños. Tenía tanto poder el concepto del grado nivel militar que ostentaba que, aunque andaba vestido de civil, yo creía que la gente me trataba con respeto, pero el nombre no significaba nada para ellos.
Por ese tiempo nos fuimos de la Colonia Carolina a la colonia Satélite de Cuernavaca. Nos cambiamos de casa una tarde. Mis padres nos mandaron de avanzada con algunas cosas pero no había llegado la mudanza y llegada la noche nos tuvimos que acostar sobre una larga mesa de madera. No teníamos cobijas y hacía mucho frío. En un instante de irreflexión prendimos una vela para calentarnos pero todo era en vano. Yo no pensé en las consecuencias froté mis manos con alcohol y las acerqué al fuego. Desgraciadamente mis manos ardieron y me horroricé. Flamas de color azul iluminaron la oscuridad y no tuve otra idea más que golpear una pared con mis manos. Afortunadamente se apagaron mis manos y no pasó otra cosa que lamentar.
Una noche estando en esa casa un globo de cantolla enorme cayó dentro de la propiedad. Grande fue nuestra sorpresa que nuestro hermano mayor saltó el portón y se lo llevaba para elevarlo con sus amigos.  Lo delató el ruido que hizo y alcance a verlo. El acostumbraba jalar más con sus amigos que con nosotros. Jugaba en un equipo de futbol con ellos. Me enojé mucho y se lo arrebaté. Así como Estados Unidos proclamó la doctrina Monroe donde decía que América era para los americanos yo expresé que el globo caído en nuestra casa era para nosotros. Le dije: cómo crees que te lo vas a llevar. Ya ni la haces. Él se sonrió y no me contestó nada. Esa misma noche intentamos elevar el globo mi padre  mi otro hermano y yo pero no tuvimos éxito. Nos subimos a la azotea cargamos el enorme globo, le pusimos una vela de parafina en la parte inferior y esperamos a que se inflara. El globo ascendió cuando mucho un metro y como había mucho viento la llama quemó el papel. El globo se incendió y pese al fracaso nos divertimos mucho.
Una tarde una casa vecina se incendió. Corrí a prestar ayuda, me subí arriba de un techo para arrojar agua con una cubeta pero mi intención se frustró. Un vecino gritó que un tanque de gas iba a explotar, me descuidé , pisé en un techo de lámina de cartón y caí. Afortunadamente me aferré a una viga y planee mi caída. Me balancee y me precipité sobre una cama. Nadie estaba en esa casa y salí a la calle como si nada.
Una noche un vecino nuestro quiso cantarle las mañanitas a su hermana. Se llamaba Eduardo pero le decíamos de cariño Lalito. Él era hijo de don Pablo un obrero textil que trabajaba en la fábrica Rivetex de Cuernavaca. Lalito era nuestro vecino de enfrente y fue a verme una noche. A él lo conocíamos de muchos años atrás. Muchas veces nos acompañó a pedir ofrenda a las casas, el día de muertos, y era poco serio. Cuando en las casas había perros el imitaba ladridos y se echaba a correr cuando salían los canes. Únicamente cuando iba su hermano menor era reservado. Entonces nos decía: "no le hagan, no vayan a ladrar acuérdense que traigo a Galito". Como les decía, Lalito tocó la puerta de la casa y abrí la puerta. Llevaba colgando una guitarra y me dijo: "Coro quiero invitarte a que le cantemos las mañanitas a mi hermana. Mañana cumple quince años pero como es día laboral quiero que le cantemos las mañanitas hoy". Yo le dije: claro que si, Lalito  es un placer ayudarte. En eso se asomó también mi hermano mayor y se auto invitó a ir con nosotros. Atravesamos la calle y mi vecino tocó la ventana de su casa. Su hermana enterada de su propósito se asomó y esperó a que cantáramos. Entonces Lalito empezó solemnemente a tocar los acordes con la guitarra. El no sabía mucho de música tocaba el instrumento en la estudiantina de la iglesia y apenas dominaba lo más básico.  Íbamos a cantar la primera palabra de la canción cuando mi hermano dio una sonada carcajada. Seguramente nos contagió su manera de reír porque nos carcajeamos igual. Quisimos reponernos de las risotadas pero nos fue imposible. Cuando queríamos cantar los dos, mi hermano reía y después de varios intentos decidimos cancelar la serenata. Fue tal la risa que nos provocó mi hermano que a más de treinta años de aquel suceso de solo recordarlo vuelvo a reír de nuevo. 
Nunca porté ninguna arma mortal, solo la de dardos de juguete, pero mi apodo  el Coronel emanaba tal fuerza intrínseca que me sentía poderoso. Pido disculpas por esta aseveración pero mi mote era un escudo defensivo que solo ahora lo alcanzo a dilucidar plenamente. Me sentía protegido por mi coraza protectora y por lo mismo me creía invulnerable.
La vida pone a cada quien en su lugar y a mi me puso en contacto con los soldados del ejército mexicano cuando viajábamos en el vagón del ferrocarril. Yo tenía un padrino que vivía a las orillas de los rieles del tren y visitarlo entrañaba subirme a los vagones de pasajeros que en ese tiempo eran resguardados por partidas militares. Mi madre sin saber mis pensamientos beligerantes me sugería que me sentara junto a ellos para que me cuidaran,. Recuerdo que me decía: "cuando te subas al vagón del tren siéntate cerca de los militares. Si necesitas algo ellos te ayudarán", sin embargo no se imaginaba que yo pensaba que los militares estaban a mis irrestrictas órdenes.
Había que alimentarse, porque también de pan vive el hombre, y yo aprovechaba que el pasaje era barato y podía gastar el excedente de dinero que me daban en disfrutar de alimentos que vendían los comerciantes en cada parada del tren. Chalupitas, jícamas con chile, quesadillas, enchiladas, agua fresca, elotes, gelatinas, gritaban los vendedores y esperaba esas palabras hermosas, como un grito de guerra, y sacaba el dinero para comprar y saciaba mi hambre, pero no la gula.
La estación del ferrocarril estaba a una hora caminando desde mi casa. A la edad de nueve años mi madre me echaba la  consabida bendición y en los periodos vacacionales me lanzaba a la aventura caminando por la vía hasta la estación. En la parada del tren pagaba mi boleto que representaba la mitad del costo del autobús y con la otra parte daba rienda suelta a mi gusto por la comida.
La estación tenía un solo hangar. Había bancas de madera donde se sentaban los pasajeros a esperar el tren. Escuchaba el silbido de la locomotora que venía desde México y me sentía contento porque empezaba mi viaje. Los legendarios eucaliptos, plantados en el lugar,  parecían gigantes que rendían pleitesía a la máquina que avanzaba con un ruido ensordecedor. El ruido de las ruedas al deslizarse por los rieles, y el esfuerzo de los durmientes que soportaban su peso, eran música para mis oídos ya que iniciaba mi partida. Desde el ferrocarril en trayecto veía mi casa a lo lejos y mis hermanos decían que me veían, cuando agitaba las manos, despidiéndome de ellos.  Yo agitaba mis brazos contento de saberme observado; ellos estaban en su mundo y no se imaginaban que entrarían al mío posteriormente.
Unas vacaciones después mis hermanos viajaron junto conmigo en el tren. Les serví de guía y les avisaba sobre las estaciones que seguían en nuestro viaje y la comida que vendían en ellas. Desafortunadamente kilómetros adelante de nuestra travesía se descarriló el tren. La demora representó seis horas que tuvimos que permanecer en los vagones hasta que se arreglaron los desperfectos de la vía. Mientras se corregía el problema, mis hermanos, ignorantes de la disciplina, se bajaron del tren y se dirigieron a unos árboles a tomar el fresco. Yo les gritaba que el tren iba a partir y no me hacían caso, lo que alimentó un error en el que incurrieron más adelante.
Llegamos a nuestro destino a medianoche. Mis padres ya nos esperaban y cariñosos nos abrazaron por lo valientes que nos portamos en este trance. A la mañana siguiente, mi padre, mis hermanos y yo ya estábamos recorriendo caminos reales hacia la montaña. Mi padre fue a cazar unas tórtolas para que comiéramos y nos dijo que lo esperáramos en donde nos dejó. Yo obediente de sus órdenes permanecí cuidando el sitio pero mis hermanos no; exploraron el camino y se perdieron. Mi padre los encontró horas después y les puso una soberana regañada que no olvidaron nunca.
Mi padre en la cacería usaba un rifle winchester y como yo tenía el rango de coronel tuve la oportunidad de cerrojearlo y de meter cartucho. Las instrucciones siempre fueron: el cañón del arma siempre debe permanecer hacia arriba y fijarse hacia donde disparar. Obedecí íntegramente, pero nunca le disparé a nada. Quienes abrieron fuego infructuosamente fueron mis primos y mis hermanos.
El campo de tiro fue una barranca llamada el Otatal. Se llegaba a él por un callejón flanqueado por corrales de piedra y por una tupida maleza. El suelo era inclinado y con muchas rocas. Los caballos difícilmente bajaban por él y regularmente resbalaban por las lajas cayendo con todo y jinete. En la barranca se formaban pozas cuya agua se filtraba desde los cerros contiguos.  El suelo permeable favorecía la acumulación del líquido que era buscado por el ganado para abrevar y como en las tardes a las vacas y a los caballos los confinaban sus dueños en los establos, los únicos animalitos que llegaban a beber agua eran las güilotas y las tórtolas. Antes de su arribo, mis primos, mis hermanos y yo improvisábamos refugios hechos de ramas y de hojas para que nos  sirvieran de camuflage. Aguardábamos en su interior, quietos y casi sin respirar para no hacer ruido y no asustar a las aves que llegaban una a una o en parvadas. En el más absoluto silencio uno de mis primos apuntó una vez a una tórtola que estaba muy cerca del rifle; estaba tan próximo el animal que parecía que sus ojos se asomaban por el cañón. Nervioso y  resbalándose el sudor por la frente apretó el gatillo y  el arma se escasquilló. Inmediatamente los que lo acompañamos soltamos una risotada que asustó a las aves y que todavía recordamos quienes participamos en aquella malograda cacería.
La vida en la colonia Satélite no me impidió ganar dinero para comprarme dulces o fruta. En una calle cercana había una panadería que todas las tardes necesitaba de chamacos para llevar el canasto de pan a las tiendas de la colonia. Como no tenían vehículo de transporte nos pagaban un peso por cada viaje.  Quien nos invitó a ir a la panadería era un amiguito de nombre Nabor. El era de mi edad y tenía tres hermanos: Hermilo, Amado y Miguelito. Los recuerdo con mucho cariño porque ellos me enseñaron a jugar bolillo en la calle. El llamado bolillo era un pedazo de palo al que le hacíamos puntas en los extremos. Lo golpeábamos con un palo más grande en una punta y estando en el aire le pegábamos más fuerte. El que lo enviaba en el aire más lejos ganaba el juego. Ellos también me invitaron a canastear al mercado. Cuando llegábamos a la central de abastos le pedíamos a las señoras que nos permitieran cargarles la canasta. Con ese servicio nos ganábamos unas monedas con las que rentábamos bicicletas porque nuestros padres no podían comprarnos una.
Mi hermano mayor era muy hábil con la bicicleta. Se subía a las de la rodada número veintiocho, no obstante que la bicicleta le quedaba grande y las manejaba a gran velocidad por la calle sin agarrar los manillares. Las bicicletas nos las rentaban a peso por hora razón por la cual aprovechábamos el tiempo lo mejor que podíamos.
En mi adolescencia Lalito nos dijo una noche que a las nueve tocaría en la Arena Popular el grupo Los Terrícolas. No teníamos boletos de entrada y tuvimos que colgarnos de una barda desde donde podíamos  ver el espectáculo. Como le ocurrió a Joaquín Sabina en su canción nos dieron las diez, las once, las doce, la una... y a esa hora llegaron los cantantes. Escuchamos una hora sus exitosas canciones y regresamos despreocupados a nuestra casa sin imaginar el recibimiento que nos daría mi padre. Dicho y hecho, llegamos  nuestra casa y mi papá nos recibió con unos cinturonazos que de solo acordarme me duele la parte abultada abajo de mi cintura. 
Años después cacé, pero no aves. Cazaba goles en los campos de futbol. Aprovechaba mi estatura para meter goles de cabeza o pateando los balones a la red. Algunos árbitros me preguntaban que porque siendo yo coronel no era el capitán del equipo. La respuesta era simple: a usted no le gustaría que lo degradaran y a mi tampoco. Y seguí jugando ese deporte y con mi apodo porque a nadie le dije que me dejara decir Coronel.
Los domingos nos parábamos de la cama muy temprano. A las cuatro treinta de la mañana ya estábamos de pie. Íbamos a misa de cinco con el padre Decidelio y cuando terminaba el sermón nos íbamos a la casa. Hacíamos calentamiento, jugábamos una pequeña cascarita de fútbol y nos íbamos a la cancha para sostener un encuentro de balompié a las siete de la mañana. A las nueve terminaba el partido y nos esperábamos por si invitaban a jugar otro encuentro. Generalmente faltaban jugadores en algún equipo de fútbol y nos invitaban para que jugáramos de cachirules. A las once de la mañana terminábamos muy cansados. Nos íbamos a la casa a comer nuestro primer alimento del día, a bañarnos y a descansar porque en la tarde íbamos a dar una vuelta al centro o si no íbamos al cine.
Una mañana de Domingo jugamos dos partidos mis hermanos y yo y nos fuimos a la casa. Al llegar vimos a mi padre muy ocupado cimbrando con madera un cuarto. Pensamos que su intención era colar una loza en los siguientes días y le pregunté : papá que día de la semana vas a colar. El me dijo:"hoy voy a colar " Yo le dije preocupado y quien te va a ayudar? El me contestó : "como que quién, pues ustedes". Nos volteamos a ver con mis hermanos y   no nos quedó otra que entrarle a la chamba. Estábamos muy cansados y sin embargo cortamos la varilla, la distribuimos arriba de la cimbra y la amarramos con alambre quemado.
Nos dieron las tres de la tarde y no acabamos de amarrar la varilla. A las cuatro de la tarde regamos agua sobre la madera, colocamos las mangueras que llevan la luz y a las cinco empezamos a colar. Estábamos tan cansados que el bote de revoltura nos pesaba el doble de lo que comúnmente pesaba amén de que subir por la escalera de madera era un calvario. Lalito, nuestro vecino, al ver nuestros sufrimientos se solidarizó con nosotros. Sin embargo, era un poco débil y cargaba de a medio bote pero aún así fue de enorme ayuda su esfuerzo. Terminamos de colar a las diez de la noche. Cansados cómo estábamos atinamos a bañarnos y nos fuimos a dormir. La comida y la cena la dejamos para el otro día.
De aquel domingo nos quedó la enseñanza que si jugábamos dos partidos de fútbol no debíamos regresar a nuestra casa porque nuestro padre podía hacernos lo mismo.
Ser  inquietos nos redundó en trabajo. Un día mi papá encargó dos carros de arena y la vaciaron los macheteros en la banqueta. Yo le dije a mi papá: por que no les dijiste a los del camión que dejaran la arena afuera siendo que podían meterla al terreno de la casa. Él me contestó: pues para que la metan ustedes. Como comprenderán la metimos a bote. Quisimos ocupar la carretilla pero mi papá no nos dejó. Su argumento fue: "la voy a ocupar en otra cosa" y no nos prestó la carretilla.
En otra oportunidad mi papá señaló con cal unos lugares donde iba a colar unos castillos. Mi papá me dijo : "haz unos hoyos de un metro de profundidad porque quiero colar unos castillos". Yo le dije: porque los hoyos tienen que ser de un metro si por lo general tu los haces de cincuenta centímetros. El me refutó:"te digo que los hagas de un metro para que al menos los hagas de cincuenta centímetros " y obedecí sus órdenes.  
   

No hay comentarios.:

Publicar un comentario